De arquitectura no
teníamos ni idea, al menos en primero y segundo. Más tarde, cuando el P. Reyero
nos explicaba los tres órdenes helénicos en cuarto, en Historia del Arte y la
Cultura, también aprendimos las nociones básicas para diferenciar el flamígero
del plateresco. O casi. Incluso nos daba tiempo a echar una ojeada a las
ilustraciones, nunca a estudiar los textos de las últimas lecciones, por falta
de tiempo, de las obras de Le Corbusier o Wright, con la iglesia de Notre Dame
de Haut o la Casa de la Cascada, respectivamente. Que, además, estaban entre
las estampas más preciadas de un álbum de cromos muy popular donde se mezclaban
animales de la jungla y obras arquitectónicas de primer nivel.
La iglesia del
insigne y todavía infravalorado Miguel Fisac que, en las próximas semanas y
meses, se convertiría en el espacio central de nuestras vidas, tanto física
como metafóricamente, no aparecía en esas páginas, aunque bien que lo hubiera
merecido, ni el cuaderno de cromos. Aunque –ignorado por nosotros- sí que se
podía encontrar la austera imagen del interior de la iglesia en revistas
especializadas de arquitectura de la época. El galardón recibido en Viena en la
década precedente, en cuanto monumento emblemático del arte moderno religioso
en España, había catapultado, eso sí, en círculos más bien restringidos, al
arquitecto y a su obra de las Arcas Reales a un lugar de privilegio tan
criticado como alabado.
Para la época,
pleno franquismo, y el contexto, un internado de religiosos tremendamente
conservadores, que el edificio se hubiera levantado, más que de una revolución
arquitectónica premeditada, se trataba de un genuino milagro eclesial. La
pequeña gran historia de aquellas decisiones, atribuidas al prior provincial de
entonces, el P. Sancho, seguro que daría para una tesis doctoral sobre la
ambivalencia de un continente, la forma arquitectónica, vanguardista y heraldo
del Vaticano II en puertas, frente a un contenido, la religiosidad celebrada
entre sus paredes, anclada en conceptos decimonónicos, sino anteriores, donde
el rezo ritual y cotidiano del rosario conformaba uno de los pilares sobre los
que se sustentaba, quizá mejor, se pretendía sustentar la fe de nuestras
infancias tan tiernas y moldeables como pueblerinas e ingenuas.
Aquel prestigio de
la obra de Fisac, sin que afloraran las matizaciones socio religiosas pertinentes,
había corrido de boca en boca entre nuestros progenitores originados, en
términos muy vagos por los propios alumnos o los buenos padres dominicos. No
que tuvieran, nuestros padres, el mínimo interés en las formulaciones
arquitectónicas de don Miguel. Pero era “vox populi”, incluso para muchos de
ellos que hacían su primer viaje en tren para acompañarnos al internado, en que
la “iglesia moderna” era un plus de prestigio para el colegio y, por
consiguiente para sus vástagos que estudiaban en él.
Lo de “iglesia
moderna” constituía un pequeño mantra, que los buenos padres dominicos, más
versados en asuntos monumentales, explotaban con celeridad, cariño y buenos
propósitos. Nada más pisar el patio central, la visita a la “iglesia moderna”
era lo primero que se hacía, por delante, incluso, de las clases o el
dormitorio corrido. Al padre prefecto de disciplina o al P. Santiago –el
pescador de vocaciones sociológicas que nos había visitado en la escuela de la
aldea- les encantaba sorprender a nuestros padres con aquellas paredes desnudas
y lisas, deslumbrados, literalmente, por aquel altar en el centro del ábside,
sobriamente iluminado por la caliza de Campaspero.
Después volvían al
pueblo y contaban con orgullo lo de la “iglesia moderna” al señor Maurino, que también
había tenido un hijo en el internado, pero poco tiempo, así que ni siquiera
había podido acercarse ni el Día de las Familias para admirar las maravillas de
aquellas paredes desvestidas que encajonaban el altar. Aunque yo bien sabía, en
mi inocencia infantil, que a mis padres, inmersos en un mundo barroco de santos
y vírgenes, desde Santa Lucía a San Isidro Labrador pasando por la Virgen de
Fátima con sus pies sobre una nube de escayola donde reposaban tres palomitas, que
la boca abierta de mis padres no lo era tanto por la supuesta sorpresa que les mostraba
el P. Santiago sino fruto de una profunda desilusión.
De hecho, aunque
sólo fuera en las formas, la iglesia parroquial y aquel sorprendente edificio
conformaban dos mundos bien diferentes sino contrapuestos. Sólo en las formas. Cierto,
los bancos, no había reclinatorios individuales como en el pueblo, estaban simétricamente
colocados. También, novedad reciente del Vaticano II recién finalizado, como en
el pueblo, el altar miraba a los fieles. Ahí se acababan las similitudes. Ni un
santo en las paredes a quien dirigir las devociones (a hurtadillas, algunos
compañeros osarían decir que aquella iglesia era ¡protestante!), ni el
tabernáculo en el centro del altar ante quien hincar la rodilla en genuflexión
reverencial. Demasiado chocante para
nuestros padres, acostumbrados a la jerarquía celestial, apabullados por la
exuberante invasión escultórica barroca, ocasionalmente románica, de sus iglesias
donde al hilo de los tiempos y generación tras generación habían creído
entender que sin santos no hay paraíso.
En cualquier caso
aceptaron, sin rechistar, aquella nueva
forma de de espacio religioso porque tenían la fe del carbonero en los
criterios educativos de los buenos padres, ¡más aún si se trataba de asuntos
religiosos!, confiaban a pies juntillas
en el inmejorable criterio de los padres dominicos para hacer de nosotros
hombres de provecho en cuerpo y alma. Con o sin santos en los muros de la
iglesia. Si esperaban que me enseñaran a calcular la medida de la hipotenusa
con el teorema de Pitágoras, y eso era mucho esperar, ¿cómo no iban a confiar
en que la lección moral de la parábola del hijo pródigo se me quedara bien
grabada entre aquellas paredes desnudas, interminables, donde la única imagen, la
Virgen del Rosario en piedra de Jose Capuz, pese a sus enormes dimensiones, se
fundía con el leve arco dibujado por el ábside?
La iglesia,
colocada estratégicamente por el arquitecto, en el centro de todo el complejo
escolar, se convertía cotidianamente en el punto de encuentro de todos los que poblábamos
las Arcas Reales. Fueran profesores, alumnos mayores, menores, monjas
auxiliares o hermanos legos (más tarde llamados cooperadores). Todos nos
encontrábamos allí, no menos de tres o cuatro veces al día. En días festivos,
incluso más. Allí acudíamos todos, juntos pero no revueltos. La entrada se hace
por disciplinadas filas, formadas con
anterioridad en las galerías, y rigurosísimo silencio. El corto pasillo de
acceso, desde las galerías hasta la iglesia, en sacrosanta circunspección, el acceso
también parte del espacio sagrado. Las filas, a medida que avanzan por los
laterales de la nave se entroncan, como en una parada militar, en los austeros bancos
de madera.
Lo primero,
inevitablemente, es ponerse de rodillas en ellos. Cualquier acto litúrgico,
menor o mayor, solemne o menos solemne, se inicia en genuflexión. Los cursos
pequeños, los que proceden del pabellón de menores, ocupan los bancos
delanteros. Cuando éstos han terminado de colocarse, es el turno de entrada de
los mayores. El espacio sacro se agranda con el silencio impenetrable de 400 alumnos
y, se dice pronto, donde no se oye ni una mosca. De repente, el P. Ibáñez, para
sorpresa sonora, especialmente de los más pequeños todavía poco acostumbrados a
estas entradas estentóreas, ataca en el órgano una fuga de Bach. Nos miramos,
ligeramente atemorizados, pero ni una palabra al vecino y mucho menos mirar la
vista atrás, hacia el coro, no sea que nos convirtamos en estatuas de sal. O lo
que es peor, que el P. Prefecto de Disciplina, vigilante en un lateral, nos
llame al orden. Pasen los avisos en el dormitorio o en la clase, pero en la
iglesia, delito de lesa majestad y difícil perdón.
En el pueblo, por
turno, todos éramos monaguillos. No éramos tantos, después de todo, en edad de
portar las vinajeras y la cruz procesional de plata. Además las funciones
religiosas se multiplicaban entre bautizos, entierros, bodas, procesiones y
rosarios. Así que don Maximino tenía tajo para todos. Aquí, en el internado, la competencia para
servir en el altar es muy dura, aunque sólo sea por el número de candidatos.
Ser designado monaguillo constituye un privilegio, atribuible, al menos en
nuestra parla infantil al “enchufe”. Como hay enchufados en clase de geografía
porque recitan de memoria los tres picos más altos de la península Ibérica y
Canarias (el Teide, Mantecón, cuántas veces se lo tengo que decir) en la clase
del P. Varela, también hay enchufados para portar el incensario y los ciriales por delante del P. Antonio
Felices, cuya cabeza inmensa y rapada, los hombros cargados incrementan la
extremada solemnidad con la que porta la custodia, a mitad envuelta con el velo
humeral. Aunque las razones por las cuales media docena de elegidos obtienen
ese privilegio se pierde en los vericuetos de la memoria.
Las prácticas
religiosas eran las clásicas de la época, mediados de los sesenta. El concilio
venía de terminar, pero pasaría media docena de años hasta que raspara
mínimamente en la superficie educativa de nuestros guías espirituales. Mientras
tanto, seguíamos practicando nuestra religiosidad como la habían practicado
ellos y como la practicaban nuestros padres. A golpe de mera recitación, de orden
ritual y celebraciones repetitivas que, mirando para atrás, pueden parecer
huecas e inútiles, pero que allí, y en aquel momento, eran nuestra tabla de
salvación catequética en la fe que nos habían inculcado desde que teníamos uso
de razón, incluso antes.
Cualesquiera que
fuera el acto religioso teníamos más que memorizadas las plegarias. A las
invocaciones del sacerdote que presidía la ceremonia, respondíamos con
afirmaciones aprendidas de memoria, de manera absolutamente mecánica. De la
misma manera que enunciábamos los ríos de España, empezando por el Sil,
proclamábamos nuestra contrición, el “confíteor”: por mi culpa, por mi
culpa, por mi gravísima culpa. Si arrepentimiento había, y no podía no haberlo al amparo del
temor religioso que nos abrumaba, con la declamación ritual nos bastaba para
sentirnos satisfechos en el cumplimiento de nuestro deber religioso
fundamentado, exclusivamente, en la mecánica de nuestras respuestas a las
invocaciones sacerdotales y el perpetuo ritual de rosarios, misas y devociones
varias que se sucedían día tras día.
No había espacio
para la reflexión, discusión, mucho menos debate. Todo era un vaivén
archiconocido desde el Señor esté con vosotros y con tu espíritu, etc. etc.
hasta el podéis ir en paz. Esta recitación mecánica se exacerbaba en el rezo
del rosario vespertino, un acto insoslayable, cuya única variación, dependiendo
del día de la semana, era si los misterios eran gozosos, gloriosos o dolorosos.
Incluso hasta la confesión, un acto bien personal e íntimo, constituía un ceremonial
más, cuya obligación de cumplirlo (¡jamás hubiéramos osar saltárnoslo en
nuestro turno semanal!) era inmensamente más importante que la confesión en sí.
Padre me acuso de esto y lo otro. Inevitablemente, hasta nuestros modestos pecadillos eran repetitivos semana tras semana.
De no estudiar las preposiciones como se debía, de desobedecer al padre Llanos
en el recreo, de pelearme con mi compañero Sixto en la clase. Así semana tras
semana. La única licencia que nos permitíamos ante el atemorizador sacramento
de la reconciliación (este vocablo apareció algunos años más tarde) eran los
pequeños truquillos para confesarse con un padre u otro (véte tú primero, me
pongo al cabo de la fila) para intentar caer con el P. Ortega que tiene fama de
poner penitencias ligeras, las más leves admitidas por el Ritual Romano. Un
avemaría y a correr.
Me pregunto para
cuantos de nosotros aquella religiosidad, que estaba más bien vacía como la
época gris que nos tocó vivir, constituyó el germen de algo más sólido y
duradero. Era el signo de los tiempos. Posiblemente en los últimos años de la
siguiente década todo aquel sobrepeso moralizante y ritual dio un giro
considerable. Nuestra generación tuvo la mala suerte de caminar siempre en
tierra de nadie. Demasiado tarde como para asumir tradiciones y costumbres que
se desmoronaban, demasiado pronto para convertirnos en heraldos de los cambios
que se presagiaban. Arrastramos el ritualismo huero de las décadas precedentes,
pero ya no tuvimos ocasión de palpar los cambios venideros. Y eso que la
imponente iglesia ofrecía todos los números para que nos tocara la lotería de la
nueva forma de concebir la religión nacida a partir del Vaticano II. Queda pues
claro que Miguel Fisac fue un pionero, un adelantado de su tiempo, a cuya
concepción arquitectónica no se correspondió, desgraciadamente, la avanzadilla
teológica en la que los buenos padres dominicos, capacitados como estaban,
podrían haber acunado la fe de nuestra adolescencia en ciernes. No podía ser y
no fue.
Al menos algo me
queda. Las luces se apagan, sigue el P. Ibáñez al órgano, ahora más melodioso
(¿Zarabanda de Haendel?) que al inicio de la exposición del Santísimo. Con el
mismo orden de filas, pero a la inversa, comenzamos a abandonar la iglesia. Las
volutas del incienso se adivinan escalando por el vitral del ábside. Lo aspiro
profundamente. Mis pantalones cortos y mi jerséi para los días de fiesta,
comprado en Almacenes Olmedo de la calle Mayor de Palencia, se impregnan con el
intenso perfume de las esencias arábigas. Sé que es una tontería, que he respirado
ese mismo perfume del incienso en muchas otras ocasiones litúrgicas. Pero
incluso cuando paseo por una calle céntrica de una ciudad del levante español, medio
siglo después, al pasar por delante de una tienda de moda que vende objetos y
perfumes indios y orientales, al sentir el incienso que sale desde dentro, distingo,
invariablemente, al P. Felices impartiendo, brazos en alto, la bendición con la
custodia. El único sonido perceptible es el tintineo de las cadenas del
incensario. Seguro que a los padres dominicos les hubiera gustado que algo más perdurara
en la memoria. No es mucho. Lo confieso. Aunque también se podría decir que no
es poco.