Tan férrea era la disciplina, tan restringido el control pedagógico ejercido sobre los internos, las veinticuatro horas, con sus días y sus noches, que seguramente por temor a insospechadas desviaciones morales, por increíble que hoy resulte y pese a que era un colegio de pago (aunque poco pagáramos), sólo disponíamos, en el Pabellón de Menores, de una insignificante biblioteca. Sin mucho orden y con poco concierto. Encauzados como estábamos para convertirnos en la élite de la Santa Madre Iglesia, aunque fuera a largo plazo, al menos los que se mantuvieran fieles a su carisma vocacional, se evitaba, como se solía decir, caer en el pecado, eliminando la tentación. Con la inmejorable intención de evitar el peligro de las supuestamente perniciosas lecturas, parecía claro que lo mejor era no disponer ni de las buenas. Alguna aventurilla de Julio Verne, una decena de tomitos de Enid Blyton y la ocasional enciclopedia escolar constituían todo nuestro fondo de librería.
Que en aquella época tan cohibida no tuviéramos prensa, ni siquiera la del Movimiento, parecía hasta comprensible, evitar la disipación de nuestro rústico candor vía las ondas de la televisión franquista, razonable. Pero ¿con qué recovecos de indecencia podríamos toparnos en el primer volumen de El Ingenioso Hidalgo D. Quijote de la Mancha?, ¿En qué disolución ética podría anegarnos el Hamlet de Guillermo Shakespeare? ¿O quizás sí? Ni un clásico, en el supuesto de que los hubiéramos soportado, que echarnos a los ojos. Mucho menos textos de republicanos, exiliados y otras gentes de mal vivir. ¿Quién podría haberse pervertido con el tierno burrito de Juan Ramón Jiménez, o las olmas carcomidas de Antonio Machado, tan cercanas por lo demás a nosotros en las plazas de nuestros pueblos?.
Las pocas lecturas que se nos permitían eran las que nos arrastraban a la pura evasión. Lo paradójico de la situación es que mientras en las proyecciones cinematográficas de los domingos por la tarde nos torturaban con películas nada devocionales, incluso perturbadoras y atrozmente nihilistas, como Harakiri (ilustración); ítem más, representábamos impertérritos piezas absolutamente revolucionarias de Alfonso Sastre, como “Escuadra hacia la muerte”, en la función para el Día de las Familias, la lectura a libro descubierto, como si la tinta manchara, no sólo estaba fuera de nuestro alcance, ni siquiera era una de las actividades a la que se nos incitara.
Aquel colegio que nos propulsaba hacia la flor y nata de la intelectualidad o, por lo menos a no acabar prisioneros de pastos y barbechos, no nos obsequiaba ni una sóla estantería de clásicos polvorientos, ni el más minúsculo tomo de la ubicua colección Austral de Espasa Calpe. Lisa y llanamente no había una biblioteca, al menos no una que pudiera calificarse como tal, si hacemos salvedad del hatillo de volúmenes depositados en un aula, al final del pasillo de las clases de primero.
Que nuestros únicos libros fueran los de texto, resultaba más bien chocante. El aislamiento del siglo era omnímodo. Más allá de la carretera del Pinar de Antequera, para nosotros, el mundo era categóricamente inexistente. La reclusión era tan rígida que hasta en la aldea remota de Castilla de donde yo provenía llegaban las grandes noticias que en la rutina cotidiana de Arcas Reales pasaban completamente desapercibidas. Mi tío Lucio, no sé si por ilustrado o pudiente, quizá más bien lo segundo, estaba suscrito al Diario Palentino. Sí, llegaba con un día de retraso en la furgoneta que transportaba el correo desde Osorno, pero al menos te podías enterar que durante la Guerra de los Seis Días, Israel se había apoderado de la Ciudad Santa en un despliegue digno del mismo Senaquerib o que La Higuera era un pueblo de Bolivia donde habían fusilado a Ernesto “Che” Guevara. Algún mes reciente de aquel 1967 que ahora estaba llegando a su fin.
Y en los días de invierno, cuando mi tío Lucio usaba el “papel”, como él denominaba a la prensa de forma genérica, “Fili, dále al chico el papel”, para encender los troncos de roble en la gloria, antes de que pudiera enterarme de que el sudafricano Christian Barnard había transplantado el primer corazón, siempre me quedaba el consuelo de ir a la casa del señor Pablo, que había empapelado el cuarto de estar con las páginas dobles del diario “Ya”. No se puede decir que las noticias fueran frescas, de hecho, muchas estaban ahumadas por la lumbre de la cocina, pero mal que bien, se podía seguir, a caballo entre el humero y los azulejos de la trébede, la apasionante crisis de los misiles cubanos, con ¡tres años de retraso!
En las Arcas Reales, ni eso. Muy de vez en cuando, el P. Prefecto de Disciplina sustituía la lectura piadosa del santoral durante la cena, realizada a turnos por los alumnos, en la más pura tradición dominicana, por algún pequeño recorte del “Diario de Valladolid”, principalmente cuando había algún acontecimiento importante que atañera al Vaticano o, excepcionalmente, algún suceso luctuoso de la tan próxima y tan distante Vallisoletum. Por lo demás, silencio radio. En el Pabellón de Menores, el mismo año que asesinaron a Martin Luther King o los estudiantes apedreaban a la policía en los bulevares parisinos, nosotros aprendíamos de memoria la heroica vida de Tomás de Aquino y como en Roccasecca, con una tea en la mano, dirimió sus cuitas con la ramera que sus aviesos hermanos le habían puesto a huevo (no pun intended).
Pese a todo, como en otras áreas del saber, para saciar nuestra avidez de lectura, nos las ingeniábamos razonablemente bien. No traficábamos a escondidas con las obras completas de Calderón de la Barca, pero las ediciones en vistoso colorín de El Capitán Trueno, Roberto Alcázar y Pedrín o Hazañas Bélicas, pasaban de mano en mano, tras las acequias de riego o a la sombra de la chopera. Difícilmente podría calificarse de refinada literatura las hazañas de Crispín en las misteriosas tierras perpetuamente cubiertas de nieve. Ni de rigurosa historia las planchas, en riguroso negro, como correspondía a la época y a la temática, de la Wehrmacht, donde los valerosos aliados, recurriendo a lanzallamas y bombas de mano aniquilaban los búnkeres germanos. Y sin embargo, Ingrid y Goliat fueron inseparables compañeros de nuestra iletrada preadolescencia, a falta de Quevedo o el Romancero. O quizá justamente por eso. (Continuará…)