Sunday, November 3, 2013

P. Cándido Pérez, o.p.

Era la primera vez que yo veía aquel instrumento mágico, plateado en todas sus protuberancias y mecanismos, el metal reluciente en cada botón de los que sobresalían desde el frontal y los otros por encima de la caja donde se incrustaba la lente. El pequeño rectángulo del cuerpo iba envuelto en una especie de piel firme, pero tersamente arrugada. Esta parte, sí, era de color carbón, negro intenso. Era un dispositivo diminuto, casi una miniatura, que el padre Cándido manejaba fácilmente con una mano, bien que usara la izquierda para mover las ruletas de los automatismos o el anillo del enfoque con notable celeridad, sin que yo, con apenas doce años, acertara a saber qué misteriosa combinación de engranajes y articulaciones se necesitaba para ponerla a punto, enfocar y disparar.

Había observado algunas cámaras parecidas en un escaparate de la Calle Mayor, en la capital de provincias, entre grandes discos de 33 rpm e instrumentos musicales, una vez que me llevaron al médico de pago, para que me rebanara las amígdalas, anginas que se llamaban entonces. Pero ninguna era tan minúscula y compacta como la que el padre Cándido portaba siempre colgada del cuello, por encima del inmaculado escapulario blanco. Salvo cuando la sacaba para fotografiar, siempre iba bien guardada en una funda dura de cuero marrón, donde los salientes que protegían la lente y los cantos redondeados de las esquinas estaban desgastadas por el uso. La funda –forrada por dentro con terciopelo carmesí- se cerraba con un botón a presión que hacía un sonoro clic. “¡Hala, ya está, todos para el cuarto oscuro!”, proclamaba ufano y sonriente, tras fotografiar a toda la clase de 2º A en un claro del pinar de Antequera, exhibiendo, apoyados en el pecho, nuestros cuadernos de dibujo, orgullosos de nuestros incipientes progresos artísticos. Para la gran mayoría, recién salidos de páramos sin horizonte y valles abiertos, lo del “cuarto oscuro” nos resultaba extremadamente misterioso y ligeramente inquietante.

El padre Cándido había estado varios años en misiones en el Tonkín o, quizá, en Formosa. Así que es muy posible que su inseparable Leica hubiera llegado a sus manos en cualquier tránsito por los puertos del Lejano Oriente. Flamante como el aparato estaba, la funda delataba que había pasado por otras manos. Muchos de nuestros profesores, sobre todo los que pasaban de la cincuentena, estaban, como quien dice, empezando una segunda carrera. Varios de entre ellos las habían pasado canutas con la llegada al poder de los maoístas y terminaron por ser expulsados de China continental hacia Formosa, las Filipinas, Venezuela o España. Otro grupo, entre los que se encontraba el padre Cándido, tuvo una salida menos precipitada, pero igual de traumática cuando el Vietcong empezó a hacer de las suyas en el norte de la Conchinchina. Las aventuras que contaba, reales o inventadas, una vez aposentada la Leica en su funda marrón, nos resultaban mucho más atractivas y cercanas, y eso ya era mucho decir en aquella época, que las lecturas de Julio Verne que nos permitían leer los domingos por la tarde.

El padre Cándido aprovechaba la larga caminata entre senderos arenosos, durante los excepcionales días de asueto hasta el pinar de Simancas, liberados gozosamente toda la jornada de clases, para contarnos como los esbirros del tío Ho Chi Minh martirizaban al mandarín cristiano de la aldea metiéndole cuñitas de bambú afiladas en las uñas de los pies, antes de pasar a los dedos de las manos -parece que siempre empezaban por el meñique- salvo que el prócer cristiano abjurara de su fe cristiana y se reconvirtiera a los ídolos paganos. Para evitar que a los misioneros les ocurriera otro tanto, los franceses, incapaces de imponer su ley en los arrozales del Mekong, les convencieron para que buscaran otras tierras de misión más pacíficas. Las razones por las que el padre Cándido, como otros colegas, pasara de batirse el cobre con los comunistas del Viet Minh a enseñar Ciencias Naturales a unos gañanes como nosotros, apenas pasados de puntillas en la escuela del pueblo sobre la Enciclopedia Álvarez de 2º, permanecerá para siempre un misterio.

Pero allí estaba con su Leica, inmortalizando para la eternidad, el instante en que, a la hora del almuerzo, sentados contra los troncos de los pinos, el turno de servidores de la semana comenzaba a verter en vasos de plástico una especie de naranjada con las inmensas cántaras de hojalata, las mismas que en la mañana servían para repartir la leche del desayuno en el comedor. Lo mismo que perpetuó, en inconfundible blanco y negro, un alegre grupo de alumnos al pie del Acueducto de Segovia o a otro, de cursos más mayores, en una escalinata del Monasterio de Piedra. O a mi amigo el Maestro, con otros camaradas, una tarde de verano en las ruinas del castillo de Burgos. La Leica del padre Cándido, siempre la Leica. Siempre pero exclusivamente para los momentos excepcionales, los instantes en los que vivíamos apartados de la rutina. La Leica no era para los ratos banales y repetitivos de las clases diarias. Tampoco nos fotografiaba en prietas las filas que formábamos día tras día en la entrada al comedor. Ni siquiera en la iglesia, en las interminables horas reservadas para las devociones marianas. Estaba guardada para las ocasiones en que nuestra vida repetitiva y monótona de alumnos internos asumía el colorido de las pequeñas excepciones: un viaje en autobús, la singularidad del día de vacaciones entre semana, quizá el ansiado encuentro con nuestros padres en el patio central el Día de las Familias.

Aunque él se enorgullecía del “cuarto oscuro”, de hacer él mismo el revelado, por falta de medios o carencia de utensilios adecuados, con cierta frecuencia las reproducciones le salían algo borrosas, incluso descuadradas sobre el papel. A veces con desdoblamientos fantasmagóricos en las siluetas de los fotografiados. Se había apañado una celda, en la parte más deshabitada del convento, encima de la enfermería. Allí tenía su cuarto oscuro al que de vez en cuando invitaba, aquello era un signo de absoluta distinción, a un selecto grupo de alumnos para que pudiéramos admirar su maña con el fijador, el tanque, las pinzas para el secado y demás. La impresión, siempre en cantidades muy limitadas, apenas hacía copias, excepto que algún familiar se las pidiera expresamente, llevaba la magia impenetrable del blanco y negro de la época. Pese a las deficiencias técnicas, por lo general, conservan una extraordinaria calidad. Había media docena de frailes también aficionados a la fotografía, quizá porque los superiores les habían instado a dejar rastro de sus epopeyas misioneras. Pero sólo el padre Cándido ponía en esta tarea la pasión y el arte que todo buen fotógrafo aficionado debe de tener.

Debía de tener alguna vena artística, que cualquiera sabe de dónde provenía. Quizá adquirida en el Extremo Oriente. Hubiera sido extraño que la hubiera encontrado en el pequeño pueblo burgalés de donde era originario. El cabello canoso  aportaba un distinguido aire de caballerosidad a su senectud, aunque lo que emanaba de él, sobre todo, era su actitud bondadosa. De hecho, de todos los profesores era el que más se parecía a cualquiera de nuestros abuelos. No sólo por la edad. Nunca un enfado, jamás una palabra en voz alta, si acaso alguna reconvención cariñosa y pedagógica. “Mantecón, ¿cómo es que no sabe usted de memoria los nombres de las setas comestibles y las venenosas? No ha visto ésta en el monte de su pueblo” -y me enseñaba la amanita muscaria en magnífica ilustración que venía en la segunda página de la lección sobre ‘Hongos, musgos y helechos’. “Debería, debería”, continuaba. Y el condicional quedaba colgado en el aire de tantos posibles (como las partes de la atmosfera, los componentes del sistema nervioso, o las clases de crustáceos y arácnidos). A diferencia de otros profesores, a la mayoría de los cuales les asignábamos apodos, siempre a escondidas, incluso heredados de varios cursos precedentes, algunos con cierta mala uva, al padre Cándido era de los pocos a los que se le llamaba por su nombre real, padre Cándido. Lo que sin duda manifestaba que su bondad durante los años que llevaba allí, en las Arcas Reales, no tenía mácula. Ciertamente hacía honor al nombre con el que le habían bautizado.

Lo de la Leica era algo circunstancial, bien que los alumnos le recordaran tanto o más que por las clases que impartía de Ciencias Naturales, cuando éstas, hacia mediados de los sesenta, abarcaban un extraordinario compendio de anatomía, zoología, botánica y geología. El libro de texto, de la editorial SM, incluía unas fascinantes y estupendas ilustraciones que vistas con posteridad nada tienen que envidiar, para los estándares actuales, a textos universitarios de la carrera de medicina. Pero allí estaban, chavales recién salidos del erial de Castilla o de olvidados valles asturianos, absortos en un esquema del aparato digestivo. Y el circulatorio, y el respiratorio y todos los aparatos que el cuerpo humano posee. Salvo, claro está, el reproductor, que para nada se tocaba (disculpas por el juego de palabras), excepto por concomitancia con el del metabolismo y la excreción, pero este reducido a su mínima expresión. El esquema gráfico literalmente capado,  descargando a la nada, sin sentido de continuidad, desde la uretra. Aunque del riñón nos aprendíamos de memoria, (¡con doce años!), donde estaban situadas las glándulas de Malpigio y lo que eran las cápsulas de Bowman.

Naturalmente, el padre Cándido, del riñón para abajo, de salvas sean las partes, ni las mentaba, bien que muchos de los internos, con doce o trece años habíamos aprendido, visto, para ser exactos, en nuestros pueblos mucho más de lo que el padre Cándido pudiera enseñarnos en clase sobre el volatilizado sistema reproductor.

Por el contrario, el padre Cándido se recreaba en la botánica, de la cual era un entusiasta. En las salidas al campo, aprovechando los asuetos, explicaba, amapola en mano, lo que eran los sépalos, pétalos, estambres y pistilos. Eso, en realidad, no nos interesaba tanto como las historias que contaba de una variedad de amapolas que, según él, fumaban, tumbados en el suelo, en cantidades asombrosas los chinos de Hanoi. Con una navajita que siempre llevaba en mano, cortaba el cáliz y un extraño líquido, blancuzco y pegajoso salía del interior. “Ojo, Durántez, que te vas a manchar con ese veneno”, advertía. Para añadir a continuación extrañas historias que él había vivido en la Cochinchina con los vietnamitas, que nosotros creíamos a pies juntillas, mientras observábamos con desconfianza la peligrosa amapola, que con los cortes se marchitaba casi de inmediato. De cómo acudía con frecuencia a los fumaderos de opio para arrancar a los buenos pero indolentes cristianos que habían caído en las garras del vicio, descarriados de la doctrina de la santa madre iglesia. “Padre Cándido, ¿cómo pueden fumarse las amapolas?”. La pregunta alarmaba al bueno del padre Cándido que nos instaba de inmediato a dejar de preguntar y concentrarnos en dibujar el imposible contraluz de los trigales al natural. “Mantecón, está claro que usted no está hecho para el dibujo, calque al menos la corteza del pino en su papel, a ver si es capaz”. Y así me retrató, con el papel encima del tronco del pino, intentado perfilar las enrevesadas figuras que formaba la corteza agrietada.

Muchos años después, en una gigantesca tienda de fotografía, en el barrio tokiota de Shinjuku, buscando una lente de gran angular para mi recién estrenada Nikon FE, me topé con una Leica idéntica a la del padre Cándido, incluso la funda estaba machacada en los mismos sitios que la suya. Obviamente no era la suya por mucho que se pareciera. Pero aún así y por mero capricho, la compré. Después de todo, que ahora fuera, con la Nikon, por mi quinta cámara (Werlissa, Kodak, etc.), bien lo sabía, se lo debía al padre Cándido. Desde que aquella tarde me perpetuó en imborrable blanco y negro en las mágicas entrañas de su Leica, comprendí de inmediato que lo mío, más que el dibujo era la fotografía. Para el dibujo efectivamente era un inútil, pero la afición a la fotografía empezó, nadie me lo puede quitar de la cabeza, con la Leica del padre Cándido. Para ser precisos con el padre Cándido y su Leica.

Wednesday, May 1, 2013

La maleta*


Esperábamos ansiosos, a mediados de agosto, que llegara la carta de aceptación para el internado. Habíamos asistido a los cursillos de verano en el colegio, nuestro primer contacto con lo que, previsiblemente, significaría el principio de un grandioso o, al menos, honroso y honrado futuro académico. La mayoría de nuestras madres, los padres eran algo menos piadosos y más prácticos, tenían, además, el pálpito de que ese futuro estuviera teñido de inmaculado blanco. Como el hábito de la orden dominicana que nos acogía en su seno. En realidad, para nosotros, con once años apenas cumplidos, era una aventura, un desafío, no carente de desasosiego e intranquilidad. Sabíamos con certeza lo que se quedaba atrás –prados, barbechos, dulce hogar- pero ni la más mínima idea de lo que estaba en el por venir. El cursillo veraniego era, a todas luces, un filtro para que los más montaraces percibieran de primera mano que los horarios para el estudio, los rituales de las devociones y los campos de deporte iban todos en el mismo paquete. No había negociaciones ni equilibrios, se tomaban o asumían en su totalidad. Además, en la semana del cursillo, el padre prefecto tendía, o quizá fuera así durante todo el curso, a extremar su rigor y disciplina. Ya desde el primer día, formar en filas a la entrada del comedor no era una cosa baladí, ni se tomaba a broma. “!Durántez, no se apee en la pared!”

Cuando por fin llegaba la ansiada carta de admisión, en ella se detallaba el número con el que se debía de marcar la ropa, el 309, por ejemplo, que nuestras madres, grandes aficionadas a la costura, por necesidad u obligación, bordaban con extremo cuidado en las partes más visibles de la ropa: en el dobladillo de las dos sábanas, en la etiqueta de lavado del jerséi, en la parte interior de los calcetines de lana gorda para hacer deporte. La recomendación del padre director era hacerlo con hilo rojo, dado que este era mucho más visible. Para nosotros mismos y para las hermanas que se afanaban en la lavandería los lunes por la mañana con nuestras bolsas de ropa sucia (ésta, también, marcada con el 309).

Por lo general, este color no era el más habitual en su costurero, más dado a remendar los tonos grises y poco llamativos de los pantalones de pana oscuros y chaquetas azul marino de los domingos. Así que el marcado comenzaba, en realidad, por la visita a la mercería del partido judicial, el día de mercado. Mi pueblo, que no había ni tienda de ultramarinos, gozaba del prestigio de disponer de una mercería. Por alguna ignota razón, Doña Lola, la elegante señora de mi maestro escuela, Don Tino, regentaba, tras un mostrador desnivelado, hecho con madera de pino sin alisar, el único comercio de toda la aldea: ovillos de lana, paños, medias y calcetines y canutillos de hilo rojo. Pedir el carrete de hilo rojo en la mercería de Doña Lola equivalía a poner un edicto en la puerta de la iglesia, como cuando el párroco anunciaba los esponsales de una pareja.

Nadie en el pueblo compraba carretes de hilo rojo, salvo las madres que mandaban a sus hijos a los internados religiosos de Valladolid, Palencia o León. “Bueno, señora Judit, ¿ya se le va el chico a estudiar?”. “Sí, hija, sí, a ver si saca algo en limpio y se hace un hombre de provecho”, respondía la Sra. Judit, orgullosa porque el mayor estaba, desde hacía dos años, en los agustinos de Pucela y aquel, para el que iba a marcar el 309 sobre la muda y el novedoso pantalón de deporte, acababa de recibir la carta de admisión para los dominicos de las Arcas Reales, apenas tres kilómetros más al sur.  La señora Judit no lo sabía, pero en la parla popular, lindando con la blasfemia, aquella zona del sur de Valladolid albergaba tantos internados religiosos que, popularmente, era conocido como el “barrio de la hostia”, aunque su nombre real respondía a la denominación de un polígono industrial de la apenas iniciada época del desarrollismo franquista.

El marcado de la ropa era todo un orgullo para nuestras madres, puesto que de alguna manera, como alguno de los siete sacramentos, las cifras bordadas en el par de camisas de manga larga parecían imprimír carácter. Así que se dedicaban a esa puntillosa tarea en cuerpo y alma, entre la bielda de las últimas parvas y la recolección de las peras tempranas en la huerta. Mediados de septiembre estaba a la vuelta de la esquina y el 309 tenía que campear, en todo su esplendor, en cada pieza de ropa que el chiguito se llevara en la maleta hasta la parada del autobús de línea que venía de Cervera. 20 de septiembre de 1967.

¡Ay, la maleta! La misiva del padre director, entre el detalle de la treintena de piezas de ropa necesarias y otras devotas recomendaciones, daba por sentado que todo ello –mes y medio por delante- tenía que ser llevado en una maleta. Aunque ésto, soy testigo, no siempre fue el caso. Alguien llegó, literalmente, con un hatillo al hombro a la estación de Campogrande. Si el hilo rojo era una pequeña complicación, la maleta significaba un considerable rompecabezas para nuestros padres, poco acostumbrados, en la mayoría de las veces nada, a viajar. Para salir del aprieto, en ocasiones, rescataban del desván alguna heredada de un familiar fallecido. Quizá un tío pudiente te prestaba una, de cuando emigró a la Francia o a una gran capital industrial del norte. En otros casos, no les quedaba otro remedio que adquirirla en la capital de la provincia.

Las maletas constituían un bien muy raro y escaso como para que se vendieran en el mercado de Saldaña los martes. Tampoco había mucha elección en la única tienda de maletas de la capital. Siempre se elegía la más barata y, preferiblemente en colores marrones, no  que los modelos fueran variopintos, por lo demás. Así que cuando los de Palencia y provincia nos juntábamos en la Estación del Norte –curiosidad: es la única estación y no existe nada parecido a Estación del Sur- para tomar el tren, los modelos de maletas se reducían a tres. No era raro, con el nerviosismo –era la primera vez que abordábamos un tren- que nos equivocáramos y cogiéramos la de algún compañero.

Estaba la maleta de color marrón oscuro, terroso, a juego con los labrantíos que abandonábamos, con los cantos y esquinas perfectamente redondeados, de un material acartonado. Mejor: era de cartón. Pesaba poco y era muy liviana, si bien tenía el inconveniente de que se abollaba al menor golpe, aunque por lo general, si se empujaba desde el interior, volvía a recobrar su forma habitual. Al menos media docena de veces. Si el proceso se repetía, terminaba por destartalarse.

Estaba la maleta rígida, esquinas de cartabón, bien anguladas, con el armazón de madera, un rectángulo liso y hueco que al menor golpe, especialmente en las esquinas, corría el riesgo de desvencijarse. Eso sí, por alguna extraña elección del artesano, estaba dotada de cerraduras doradas y brillantes, las cuales sobresalían sobremanera del color ligeramente verdoso pastel del exterior, del mismo tono que los oteros en primavera, los que abandonábamos para siempre. Era tan pesada que a quienes la portaban les costaba Dios y ayuda moverla. Con toda seguridad pesaba más el contenedor que el contenido. No existían equipajes con ruedas, así que la mayor parte del tiempo se llevaban arrastrando, hasta que, más tarde o más pronto, terminaban por descuadrarse en las esquinas.

Finalmente estaban las intermedias en cuanto a su consistencia, de una lona endurecida, resistentes a casi cualquier desperfecto, poseían la rigidez de las de madera, obviando su quebrantabilidad. Las esquinas y algunas partes curvas de la tapa estaban reforzadas con cuero, ajustado con remaches dorados. El asa, una doble tira reforzada de cuero, anclada al cuerpo con seis remaches, estaba dotada de un ligero movimiento gracias a las dos argollas sobre las que se sustentaba. El cuerpo era ocre, amarillento, cruzado, en sentido perpendicular al rectángulo de la maleta, por franjas paralelas imitando un ligerísimo zigzag, a veces más juntas, a veces más separadas, de tonos intensos, parecidos al ocre pero más amarillentos, incluso naranjas y rojos. A juego con los campos en barbecho, arados con las primeras lluvias del otoño, que pensábamos dejar atrás para siempre. Era la maleta inconfundible del emigrante de posguerra, del que se iba del pueblo para nunca volver, salvo si se enriquecía y retornaba con el “aiga” en cuyo caso, obviamente, no necesitaría la maleta.

Cualesquiera fuera nuestro modelo, nuestras madres nos preparaban cuidadosamente el ajuar para que todo cupiera –incluido el paquete de embutido y la pastilla de chocolate duro- debidamente ordenado. Como sólo una madre saber hacer una maleta. Hay pocas cosas, si alguna, que manifiesten de manera tan nítida el cariño maternal como el de una madre haciendo la maleta a un chaval de once años que se va al internado “para convertirse en un hombre de provecho”. Más que docenas de carantoñas o decenas de efusivos abrazos y besos. Soy testigo.

La víspera, alguna pieza marcada con el trescientos nueve en el último instante, metía las mudas, el par de pantalones, los utensilios de aseo –tan novedoso como el pantalón de deporte, en el pueblo no usábamos cepillos de dientes- la pastilla de jabón, el par de toallas, las zapatillas compradas “a Luisito el de La Puebla”, los calcetines y no muchas cosas más. Íbamos, como dice el poeta, ligeros de equipaje. En realidad, casi todo iba por pares y digo bien, por pares y nada más que pares. No había tres camisetas, ni tres calzoncillos. Era la muda que se cambiaba cada lunes y vuelta a empezar. Todo con el impecable 309. Aunque recuerdo como a mi madre el nueve se le rebelaba y le salía algo zumbón. No resultaba difícil confundirle con un siete, las últimas puntadas no tomaban bien la curva o la tomaban demasiado bien y parecía un ocho. 

Y tras observar en silencio como mi madre cuadraba a la perfección mis escasas pertenencias en la maleta -la mía era de lona, de un familiar que se fue a Alemania para trabajar en una fábrica de pinturas y volvió, como gato escaldado, a los seis meses, pero con la maleta incólume, no así sus pulmones- intentaba dormir, sin apenas conseguirlo, en la habitación de arriba, mirando al techo de yeso blanqueado. Haciendo cálculos sobre cómo me las arreglaría, sin ayuda de nadie, para subirla al tren en la Estación del Norte. Camino del sur. Del futuro. Con once años. Para siempre.

(*Gracias a Pedro González por la imagen y por la idea)