Tuesday, November 20, 2018

ÍZARO FILMS, por Ramón Mantecón


El proyector, que ya en 1975 despedía un cierto tufo prehistórico, treinta y pico años después será antediluviano y, supongo, estará abandonado y en desuso donde yo lo encontré, bajo la guía de mi insigne predecesor, Fr. Antonio Paniagua, en las sublimes responsabilidades de proyeccionista. En la salita posterior del salón de actos, encima del vestíbulo. Convento de San Pedro Mártir, Alcobendas. En sus tiempos, cuando se instaló, principios de los 60, debía de ser el no va más, la última tecnología. Sus bastones electrolíticos generaban una intensísima luz que empujaba, mágicamente, las imágenes desde la alargada lente hacia la gran pantalla. Por encima de las 400 butacas asentadas sobre la suave pendiente. En aquella lejana época, a principios de los 60 me refiero, los buenos padres dominicos eran, todavía, pioneros en medios de comunicación. Como atestiguaba el excelente, pero ya vetusto, estudio de radio situado justamente detrás de la pantalla de cine.

El mundo debió de ir muy rápido, porque a mediados de la década de los 70, el polvo y la dejadez comenzaban a cubrir lo que, seguramente, habían sido tan expansivos como hueros sueños para aquellas herramientas de formación, únicas y pioneras, en la excelencia apostólica. La última proclama para convertir a un mundo que, sin apenas percatarnos, caminaba hacia el abandono, posiblemente merecido, de una religiosidad obscenamente ritualista y aburguesada. Donde tan escandalosamente se habían confundido el palio con el poder (franquista), la prédica con una resignación para nada cristiana (menos aún evangélica).

Durante algunos años, un grupo de dominicos más jóvenes se habían convertido en avanzadilla de la ultramontana iglesia hispana. Pero como les había ocurrido tantas otras veces en la historia, comenzaban a perder el ritmo de los acontecimientos del siglo, recurriendo a trasnochadas teorías tomistas. Disimulando sus etéreas metafísicas medievales, mediante acerbas críticas, cuando no rechazo radical, a los pecaminosos requerimientos del siglo. Ciertamente a encontronazos con la realidad social que se entreveía pese a la represión del tardofranquismo, pero sobre todo convertidos a un negacionismo  político irredento, con todo aquello que estuviera a la izquierda del ABC. Todo ello a pasos agigantados. En la comunidad de los profesores la mayor parte, vocaciones de postguerra, eran conservadores a machamartillo y no pocos se alineaban con las tesis ultraderechistas, fueran eclesiales o políticas, en base a lo que ellos creían sólidos fundamentos teológicos. El castillo de naipes estaba a punto de derrumbarse.

Todos esos conceptos, por supuesto, no formaban, entonces, parte de mis preocupaciones, ni las interiores ni las exteriores. En lo más mínimo. Franco agonizaba en La Paz, a menos de 10 kilómetros de distancia, pero mi única preocupación era que los 5 rollos enlatados de Carrie pudiera ensamblarlos en el correcto orden para que la brillante escena, cuando desde las bambalinas se derrama sobre Sissy Spacek, por obra y gracia de sus sádicos compañeros, el cubo con la sangre de cerdo, se reflejara en el orden exacto en que Brian de Palma la había ideado. Así que, antes de cada proyección, me pasaba las horas muertas en la pequeña sala de montaje manual, rodeado de pósters de películas clásicas, tijeras y acetona en mano, empalmando unos rollos con otros en el orden preciso. Concentrado en los fotogramas, en medio de un sacrosanto, quizá debería añadir, religioso silencio, de adoración ante el Technicolor para evitar que en la pantalla se notaran en exceso los cambios de rollo.

Primero los sacaba con mimo de las latas, supuestamente, aunque no siempre, bien numeradas. Recortaba los finales y principios de cada rollo, ya que, debido al uso repetido en las salas, había muchas con sesiones dobles, se terminaba por rayar la película al frotarse entre los rodillos del proyector. A veces, los principios de cada rollo estaban en tan malas condiciones que no quedaba otro remedio que cortar escenas enteras. Si cortaba alguna escena, nadie de mis correligionarios se iba a enterar, pero si en la pantalla aparecían rayuras se volvían muy exigentes y me abroncaban desde el cómodo patio de butacas. Por lo tanto, mejor cortar y pegar con mimo.

Por lo demás, esa era la única censura, debida en todo caso a motivos técnicos más que morales. Nunca nadie me dio instrucciones de proyectar tal o cual película o de suprimir esa o la otra escena en nombre de la violencia, el sexo o cualesquiera otra virtud teologal o cardinal. El único corte real era el del intermedio, de nuevo por causas técnicas. Al proyectarse desde una sóla máquina -como mucho en una bovina se podían empalmar únicamente dos rollos- el descanso para el cambio era inevitable. Una película de duración estándar, con 90 minutos, tenía 5 o seis rollos.

En realidad, la censura no era necesaria. La dictadura estaba al borde del precipicio y como a nosotros nos llegaba la oferta cinematográfica con un par de años de retraso, lo que vimos en la segunda media década de los setenta, había pasado por las manos de experimentados censores públicos en la primera mitad. Como mucho podía aparecer en la pantalla algún beso o abrazo más o menos revelador y la violencia, que como se sabe los censores suelen ignorarla, era, todavía, en aquel período, de dibujos animados. Así que, aunque no lo pretendiéramos, estábamos a salvo de cualquier corrupción moral, al menos la proveniente del séptimo arte.

Había un sector del grupo de estudiantes filósofos, digamos que menos versado en elipsis, contraplanos y picados, a quien lo único que le interesaba era pasarse un buen rato en el cine. Ya se sabe: “Los cañones de Navarone”, “Shaft” y “Le llamaban Trinidad”. Como se suele decir ahora, una opción legítima. Había otro, minoritario como era previsible, entre los que me contaba, más propenso a Godard (sí, llegamos a proyectar “Al final de la escapada”, increíble), Bresson (también proyecté “Lancelot du Lac”) y el surrealismo italiano (“Ladrón de bicicletas” y otras). Así que el menú fílmico solía oscilar entre lo más prosaico y lo más místico. Raramente había un término medio. Los segundos tachábamos a los primeros de vulgares. Y al revés, de pretenciosos. Supongo que ambos campos teníamos nuestra parte de razón.

El surtido nos venía de dos fuentes muy diferentes, una lucrativa y la otra gratuita. La primera estaba gestionada por un autónomo, Jose (nombre ficticio, debido a mi mala memoria), que operando desde Alcobendas se manejaba a las mil maravillas en los circuitos de exhibición, por así decirlo, para-clericales: frailes, monjas, colegios mayores de religiosos y asimilados. Cada viernes aparecía por la portería con una oferta de media docena de títulos. En general eran de la tendencia místico-religiosa, si bien, puntualmente, aparecía también con algún spaghetti western.

De donde las sacaba y como las hacía circular siempre fue un asunto ligeramente misterioso para mí. Tenía la ventaja de que era un servicio a domicilio (Telepizza pero en lata y Panascope). La desventaja era que había que adaptarse a sus horarios. Si la película se proyectaba a las 5 del domingo en la residencia de las madres mercedarias, a los padres dominicos no les quedaba otro remedio que asistir a la sesión de noche. Esto propiciaba, no pocas veces, que yo tuviera que montar los rollos a la carrera. Sin poder hacer una proyección de ensayo, cargado de pánico ante el temor de haber puesto la lata tres al inicio o la dos en lugar de los créditos. Jose, en todo caso, siempre cumplía. Si era puntual para la entrega, no lo era menos para la recogida. Después de todo, a los claretianos les había tocado la última sesión nocturna. Dudo de que divertirse con los mamporros de Bud Spencer tras la oración nocturna de Completas fuera la mejor forma de descansar en la paz del Señor.

El proveedor gratuito era casi de la familia. De la dominicana, quiero decir. Florentino Reyzábal, cuyo nombre apareció en los medios de comunicación muchos años después a causa del incendio del emblemático edificio Windsor, era, nada más y nada menos, de la patria chica de nuestro glorioso padre Santo Domingo. Detalle quizá insignificante. No lo era tanto que en la misma Caleruega hubiera nacido nuestro lisiado, en aquella época, y freudiano, pero magnífico profesor de psicología, el P. Eusebio Peña y, sobre todo, el P. Martín, eximio “chaplain” para los americanos de la base de Torrejón, pero residentes en la vecina Moraleja. Íntimo amigo de la familia Reyzábal y su capellán particular.

Esta mezcla de paisanaje y nexo religioso conformaban un paraíso inigualable para nuestro goce cinematográfico y nuestra educación fílmica. En Madrid, los Reyzábal tenían un imperio de cines, de los de sesión doble, que iban parejos con discotecas. En la época de mayor apogeo debían de superar la treintena. Algunos todavía permanecen con sus tradicionales nombres, asociados a las calles: Luchana, Goya, Victoria, aunque desconozco si siguen teniendo los mismos propietarios. Lo del imperio no es una metáfora gratuita. Por ejemplo, el imponente Palacio de la Prensa o el Callao estaban en sus manos. En fin, que para servir a sus necesidades propias tenían una distribuidora, Ízaro Films, nombre que hace referencia a unas islitas en la Costa Vasca, y una productora del mismo nombre, ejecutora de las en, su tiempo, tan denostadas, españoladas, italianadas, etc. que ahora se vuelven a poner de moda.

La distribuidora estaba detrás de la Gran Vía, en las cercanías de la calle del Desengaño. Bastaba una llamada del padre Martín a su paisano, al gran Florentino Reyzábal, para que yo acudiera a toda prisa a las oficinas. El encargado, que sabía de donde venía y a donde iba, me sacaba el catálogo, extensísimo, por lo demás. Eso sí, supongo que, siguiendo instrucciones de la superioridad, me aconsejaba sabiamente sobre las más divertidas o interesantes, entre las cuales nunca estaban, por ejemplo, “No desearás al vecino del 5º” o “Divorcio a la italiana”.

Incluso en aquella época de pechos entrevelados o espaldas semidesnudas, las guarradas de Alfonso Landa y compañía debían de ser demasiado para nuestros inquebrantables votos de pobreza, castidad u obediencia. Aunque el único que estuviera realmente, mejor, potencialmente, concernido era el segundo. Con todo, el catálogo era inmenso y entre los múltiples consejos piadosos del responsable y la infinidad de pósters que nos avasallaban desde las paredes, mi dilema era: ¿“Perfume de mujer” o “Maratón Man”? En este caso concreto, aunque no en la misma ocasión, se satisficieron los deseos de ambas facciones: la de los partidarios de Bud Spencer, en este caso, Dustin Hoffman, y la de los fans de Dino Risi. O de Agostina Belli, que para el caso es lo mismo.

Mi pasado de proyeccionista, por muy dominguero que fuera, dejó una imborrable huella de aquella gloriosa época. Por un lado, mi afición al cine creció de forma exponencial. Una cosa era ser mero espectador y otra tocar y palpar las latas, la película física, encender el proyector y observar boquiabierto la magia de la luz generando imágenes en movimiento a 50 metros de distancia.

De todos los oficios estrambóticos a los que la vida me ha arrastrado, éste es uno de los más estrafalarios, no tanto por raro cuanto por pintoresco. Nuevos conocidos se pueden sorprender, más o menos, de que haya intentado, sólo intentado, convertir paganos en el Extremo Oriente, pero haber sido proyeccionista de cine es la repera.  Ya pueden haber dado el Oscar a Al Pacino por la copia americana del mismo perfume de mujer, pero el olor a acetona y el tacto de la lata abollada siempre permanecerá asociado en mi lóbulo izquierdo, o dondequiera se conserve la memoria, a Vittorio Gassman. Y, por supuesto, a Agostina Belli.

Al final, algunas de las películas entre ensayos y proyecciones con espectadores -también hacíamos sesiones para colegios de monjas y residencias femeninas cercanas- terminaba por mirarlas hasta una docena de veces. Así que no es de extrañar que aún recuerde, como si fuera ayer, a Rally Field (Norma Rae) encaramada en lo alto de su máquina de coser mientras arenga a sus compañeras para unirse al sindicato fabril. O esta pizca de nihilismo en un certero diálogo entre el invidente Vittorio y la exuberante Agostina: “ ¿Sabes quién soy?. -No. -El once de espadas. -No existe. -Exacto de eso se trata, una carta que no está en la baraja, una que no sirve para nada”. Perfume de mujer. Perfume de la juventud nostálgica.


Saturday, November 10, 2018

ASPIRANTES A DOMINICOS DE ARCAS REALES 1963*** (IV), por Rafael Martínez Bernardo

Grupo de alumnos, curso 1963-64

Algo insólito y medieval era el uso del famoso “cíngulo”, cuyas huellas oscurecieron durante mucho tiempo mi cintura: consistía el arcaico artilugio en una cuerda cargada de nudos que se ataba a la cintura, se suponía que directamente sobre la carne, aunque se podía tomar la licencia de ponerla sobre la ropa interior y de este modo suavizar sus efectos; además, cuanto más sacrificio quisieses ofrecer a Dios por tus pecados y por los del mundo, más apretabas el cinturón de las narices.

La gran burla que me convenció para abandonarlo a su suerte fue cuando estaba de vacaciones en el pueblo e íbamos a bañarnos al río, allí aparecíamos como fantasmas caídos de otro mundo con aquello atado a la cintura, las burlas eran sonoras, nunca más. Cuando accedimos al pabellón de los mayores dejó de ser obligatorio y se perdió su uso. Con el tiempo me imaginaba yo a ciertos alumnos díscolos en mis clases cargados con cíngulos bien apretados haciendo sacrificios por la humanidad.

Las tareas religiosas también incluían ayudar a misa en la capilla de los frailes, para ello había que madrugar, pero merecía la pena porque descubríamos “mundos misteriosos” al cruzar el comedor, el office, pasillos desconocidos, y luego ayudar a una misa informal del P. Ibáñez, que apagaba las velas con el paño de encima del cáliz (¿¿nombre??). Luego escurríamos las vinajeras y todavía daba tiempo a echar unos tragos de vino dulce directamente de la botella, alguno llegaba muy contento a las primeras clases; el trofeo que se conseguía al regresar era una barra de pan escondida bajo la ropa para delicia del propio y de los compañeros.

Cuenta el artista cantarín del “Cordobés” y experto en nocturnidades J.L.M. que una noche bajó a la capilla principal a aliviar su sed y satisfacer su alma con tan mala suerte que entró un fraile, solo vio la sombra, pero el héroe no se arredró, esperó (“las cosas buenas llegan para los que saben esperar”, dicen los ingleses) y cumplió con su deber moral de vencer a la tentación cayendo en ella.

Los dormitorios estaban formados por cuatro filas de camas con una separación entre ellas y una fila de “aparadores” o mini armarios para guardar nuestras posesiones, con qué poco nos bastaba. En cuanto apagaban las luces no se podía ni susurrar, al fondo del dormitorio estaba la celda del fraile vigilante de cada dormitorio; al que pillaban hablando podía estar castigado de rodillas un buen rato o recibir un tortazo directamente; estando en 2º curso se preparó un gran jaleo porque los sábados por la noche los frailes venían más tarde, no se sabe por qué, se decía que estaban viendo la tele y sospechábamos que alguna vez traían un ligero tufo alcohólico y no de rezar el rosario precisamente; alguien se chivó al P. Villarroel de que Domitilo Casas y yo habíamos hablado, nos llevó a su habitación y nos sacudió con las “disciplinas”, - cuerdas con nudos -, en las piernas todavía en pijama, dolía tanto la humillación como el castigo físico.

Con todo lo que rezábamos y que nos hiciesen eso, injusticia divina, pero no les guardamos rencor; de vez en cuando veíamos alguna paliza injusta y entonces sí se enervaba al personal, pero eso sucedía cuando éramos mayores. El P. Pablo era de temer, como así asegura D. C. que le cayó una descarga de tortas sin preguntar, y el hombre no pudo saborear ninguna. Solo subíamos a los dormitorios a asearnos después del desayuno y hacer las camas, y para dormir, no nos lavábamos la boca en todo el día; una vez por semana (aunque no lo necesitásemos, como dicen que dicen los ingleses) nos duchábamos, con el bañador puesto, claro, no vaya a ser que a alguno se le despertasen malos pensamientos acuciados por el Maligno; cuando nos secábamos con aquellas raquíticas y mínimas toallas, teníamos que tener cuidado que no se nos viese nada de nuestras partes privadas y divinas, como quinceañeras, y  los frailes llamaban la atención a los más descocados.

El hacer bien las camas era un mérito, puntuaba para la asignatura de Trato Social (normas de urbanidad), del P. Villaroel, cada mes salía publicada en el tabón de anuncios una lista de los que mejor y peor hacían las camas, cosa muy injusta pues había somieres rebeldes que siempre quedaban hundidos y daban muy mala imagen. En el pequeño libro de texto de Trato Social había cosas curiosas que solo comprendimos con la edad, como cuando decía que en las escaleras de caracol el hombre debía subir antes que la mujer y al bajar, la mujer delante, ¿qué misterio habría en ello?, nos preguntábamos, nadie nos dio respuesta hasta que alguno más espabilado nos lo aclaró.

ARCAS REALES: Comedor de alumnos
La asignatura luego pasó a llamarse Urbanidad, y era curioso ver al P. Villarreal enseñándonos a comer educadamente en el salón grande, a pelar la naranja, usar los cubiertos y otras útiles lindezas. Las camas también servían como instrumentos de gimnasia, para el ejercicio de ponerse con la cabeza hacia abajo y sujetándose en los barrotes o para hacer flexiones, ay de ti como te pillasen. Los sábados nos entregaban nuestra bolsa con la ropa limpia y había que ordenarla, pertenecía a la leyenda urbana el hecho de que alguna chica empleada en la ropa enviada mensajes en la bolsa de la ropa, nunca conocí un caso. Al apagar las luces el silencio era preceptivo y de obligado cumplimiento, so pena de algún sopapo, como ya ha sido mencionado.

Durante los fines de semana había varias sesiones de estudio, teníamos clase el sábado por la mañana, como en la escuela del pueblo, y teníamos libre el jueves por la tarde. Pero lo que más nos gustaba eran las famosas “veladas” en el gran – al menos para nuestros pequeños ojos con la perspectiva temporal -salón de actos: estas consistían en representaciones cortas de sainetes, obras de teatro (las famosas La vida es sueño, Escuadra hacia la muerte, El hijo pródigo), actuaciones variadas, la rondalla del padre Regino, la coral con el padre Gil y un año con el padre Llanos. Y de este modo pasábamos muchas tardes de los fines de semana. Antes de las Navidades había una velada muy importante, en ella se escogían “compas” por sorteo, un fraile se hacía compañero de un aspirante, una especie de protector, los más espléndidos daban un regalo a los alumnos o los tenían un poco enchufados; un año me tocó a mí con un fraile muy viejo y me regaló un tanque de plástico, para qué c… querría yo eso.

La coral era un aspecto destacado, un momento culminante en todos los actos: el padre Gil la dirigía con gran entusiasmo y mucha creatividad, enérgico y delicado a la vez, todavía estoy viendo el movimiento de sus brazos navegando entre aquellas inmensas mangas blancas del hábito, sudando, marcando el ritmo y dando entrada a las voces de aquellos pequeños ruiseñores y de los graves pavarottis. Yo era tiple y a veces cantaba gregoriano; un año durante las Navidades fuimos a un concurso de villancicos unos veinte “cantores”, así nos llamaban, disfrazados de pastores, no ganamos porque cantábamos polifonía a cuatro voces en vez de a dos. Nos introdujo, al menos a mí, a la música coral y de allí me queda el gusto por la música religiosa de T. L. de Vitoria, Palestrina, la endiablada, con perdón, subida de tono de los tiples del Aleluya de Haendel, las profanas Yo nací en una ribera, la nana vasca Aurtxoa Seaskan, (con cuya adaptación personal muchos años más tarde dormiría yo a mis niñas). 

Teníamos el privilegio de las salidas para cantar en las procesiones de Valladolid con el paso de la Vera Cruz, nos llevaban en autobús y no veíamos otra cosa que la procesión y mucho frío; otras veces íbamos a la emisora a cantar en la radio o a la procesión del domingo de Ramos. En Navidad era muy emotivo (lo siento así ahora que he visto varias) ir a las residencias de ancianos a cantarles, les encantaba, algunos lloraban y no entendíamos por qué, también se reían con el villancico “que me pinchas con las barbas”.

Paralelo al arte de la voz corría la actividad de la rondalla con el moreno y serio P. Regino; la formaban los instrumentos de bandurria, laúd y guitarra; cuando participaban en las veladas siempre comenzaban con la Danza Húngara Número 5 de Brahms. Era duro el ensayo y de difícil ejecución; yo me apunté a bandurria, con el trino de la púa, lo prefería a la guitarra porque ésta hacía mucho daño a nuestros pobres dedos con aquel frío que alimentaba a los dolorosos sabañones (no era mi caso) y heridas varias, estas sí las padecí. Pronto abandoné este arte, una pena. Los más afortunados iban a practicar con el piano en un anexo junto a la piscina.


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*** Título original del texto: BREVE Y SUCINTA HISTORIA DE LO QUE PUDO HABER SIDO Y NO FUE, DE LO QUE FUE Y PUDO NO HABER SIDO Y OTROS SUCESOS QUE ACONTECIERON A LOS ASPIRANTES A DOMINICOS DE ARCAS REALES 1963