Friday, April 26, 2019

ASPIRANTES A DOMINICOS DE ARCAS REALES 1963*** (V), por Rafael Martínez Bernardo


El teatro, espacio de tantas proyecciones y actuaciones teatrales
En el aspecto formativo los frailes tenían muchas iniciativas que nosotros sabíamos apreciar, aunque no siempre agradecer, como por ejemplo el cine, hito cultural en nuestras vidas; muchos de nosotros habíamos visto un par de películas en el cine de nuestro pueblo o en el de al lado. Es de extrañar que no haya salido de entre nosotros ningún director famoso de aquella época, dado el interés que poníamos en las imágenes en movimiento. Películas que nos impactaron nuestras retinas: Ben-Hur, Los Diez Mandamientos, El albergue de la sexta felicidad (una de mis favoritas, con Ingrid Bergman), Taras Bulba (Yul Brynner, pobre hijo a quien tiene que matar por una traición por ayudar a su gran amor), El hombre que sabía demasiado, y aquella famosa canción “qué sará será” que nos humedecía los ojos cuando la madre, Doris Day, recuperaba a su hijo), La colina de los diablos de acero, La llamada (esta trataba de la llamada de Dios a un adolescente y nos la pusieron al menos tres veces, en una libreta que conservaba y donde apuntaba las películas que veíamos yo la tenía clasificada como 3R), Cuando el viento silba, El milagro de Ana Sullivan, El diario de Ana Frank, El zorro del desierto, Viaje al centro de la tierra (con sus monstruos y decorados de cartón piedra), King Kong (incluidos varios cortes en escenas clave de la chica en manos del monstruo), Las aventuras de Tom Sawyer - y la famosa tía Molly -, El Padresito y otras de Cantinflas, los inmensos cortos del Gordo y el Flaco, el sempiterno y ubicuo Nodo. Generalmente nos cortaban las escenas en las que aparecían besos bucales, comenzaban a verse manchas o rayas en la película hasta que cambiaba la escena, fue famoso un corto de “ballet acuático” que se les pasó censurar, quedó grabado en nuestra retina. Alguna serie de crímenes y varias de Ivanhoe, lo que nos daba pie a imitarlos en el recreo jugando a espadachines. Españolas: Marcelino, pan y vino, Fray Escoba, La gran familia. De contenido religioso, como Rut, San Francisco de Asís, Diálogo de carmelitas… Por supuesto, no podían faltar las películas de romanos, Nerón, un tal Corvino, Los últimos días de Pompeya, La rebelión de los esclavos, Quo Vadis, siempre nos enamorábamos de la bella y casta cristiana que no accedía a los deseos del impío, la teníamos en nuestro corazón hasta la siguiente heroína, como la de Los Robinsones de los Mares del Sur. Las películas más antiguas no tenían el sonido incorporado y llevaban una especie de gran altavoz al escenario. ¿Y qué decir del Séptimo de Caballería de las películas de indios y vaqueros? En el momento de más peligro para el protagonista, llegaban ellos al mando de John Wayne; la hermosa hija del indio se fugaba con el capitán, ahí estaban Horizontes Lejanos y otras. Películas del Oeste no veíamos muchas, Solo ante el peligro sí fue impactante con la figura de Gary Cooper. Cuando no había cine se decía: “¿hay cine hoy? Sí, de las sábanas blancas”, valiente tontería. 

En tercer curso accedimos al pabellón de los mayores y allí teníamos la oportunidad de leer la prensa, periódicos desplegados sobre unas mesas altas, teníamos que estar de pie, por lo que no creo que la lectura durase mucho tiempo. Podíamos pedir prestados libros a la biblioteca, libros de aventuras, de esclavos, de romanos, Fabiola, La cabaña del tío Tom, Quo Vadis… En cierta ocasión contraje la enfermedad de las “paperas” y me aislaron en la enfermería durante tres días, me dejaron el libro de las Cruzadas: Tancredo, nunca olvidaré cuando mata a su amada, disfrazada de guerrero: “muerta soy”, dice ella. (Había que estudiar cómo pueden las neuronas recordar estas tonterías que quedaron marcadas en las circunvoluciones cerebrales, ya podía haberse quedado grabada la tabla de los elementos o las fórmulas del P. Alberto…). El enfermero llamado Fray Román era un hermano lego peculiar, le llamábamos “miraculos” por razones obvias, nos molía a pinchazos con sus famosas inyecciones, decían las malas lenguas que algunas contenían solo agua y las ponía para disuadirnos de quedarnos en cama en invierno en vez de ir a clase. Donatilo era su ayudante y nos llevaba la comida a la cama. 

La radio – más bien el transistor del P. Félix -  y la televisión también hicieron acto de presencia en nuestras vidas. El primero solo nos lo dejaba para escuchar los partidos de la liga los domingos por la tarde, a eso se resumía su uso. Con la TV siempre había polémica, que si solo los mayores, que si se iba la emisión, que si este programa no es adecuado; uno de los primeros que vimos fue la clausura del Concilio Vaticano II (1965). El famoso programa de teatro “Estudio 1” estaba reservado para los mayores, era buenísimo, nos abría un poco nuestras mentes; también nos dejaban ver el fútbol hasta la hora de cenar, el Madrid ganaba siempre y del Barsa solo éramos media docena, por lo que estábamos arrinconados. Nos impactó también la serie de terror:  Historias para no dormir, de Chicho Ibáñez Serrador, sobre todo la titulada La zarpa. Otras series del oeste o medio oeste, como Bonanza, Rintintín, et. alt. Nos intercambiábamos cromos de los actores y, sobre todo, de las actrices, hasta que venía un tal Linera y nos las confiscaba si, las pobres, no tenían suficiente ropa para vestirse. Otra colección de cromos popular era la llamada Vida y color, que la conservo como un tesoro, aunque me quedaron media docena de cromos para completarla.

Durante las Navidades de los tres primeros años nos quedábamos en el colegio para evitar los peligros del mundanal ruido, pero en realidad no era ningún castigo ni lo tomábamos como una aberración; nos acordábamos mucho de la familia, pero para compensar teníamos mucho tiempo libre para jugar, leer novelas de aventuras, ver cine… y además las comidas eran mejores. Como ya dije antes, los de la coral estábamos muy ocupados con los ensayos, las salidas a Valladolid y las actuaciones en las veladas. Además, venían los familiares a vernos, quienes de seguro nos echaban mucho de menos; estar nueve meses separados de los hijos sería muy duro para ellos también. Venían los padres, abuelos y algún tío, a ellos les daban una comida mucho mejor, luego nos decían que no se comía tan mal; nos traían “paquetes” con comida y navideces. La comida también era un tema importante en esa época porque mejoraba y añadían un poco de turrón de frutas, peladillas o almendras (me suena, no estoy seguro si era así o me traiciona la memoria). En la iglesia los actos religiosos se multiplicaban, aunque no tanto como en Semana Santa, que si adoración al Niño, misas, rosarios, villancicos.  A partir de cuarto curso nos fue concedido el honor de disfrutar las Navidades con la familia, sin peligro de que nuestra gran vocación se depreciase. Por supuesto que nos produjo mucho regocijo y volvíamos con algo de la vida mundana socavando nuestra integridad religiosa; lo peor era vuelta, tanto física como moralmente: ese año cayó una buena nevada y para venir a León a coger el tren mi padre y yo tuvimos que ir en bicicleta unos 3 kms. por encima de la nieve: la única que iba cómoda era la maleta en el portabultos, mi padre guiando y yo empujando, ambos caminando por encima de la hermosa y p. nieve. Una vez en León cogimos el tren hasta Valladolid, pero yo tenía tanta hambre que en el tren me comí todos los filetes que mi madre había reservado de la matanza y me había metido en la fiambrera; al día siguiente batí el récord de velocidad hasta el baño. 

La biblioteca
En Semana Santa la cosa era más seria. El día de Jueves Santo se representaba el lavatorio de los pies por Cristo a los Apóstoles, el primer año fui elegido como apóstol (hubiera preferido ser Cristo, habría sido más popular). El día de Viernes Santo los frailes leían la Pasión de Cristo con gran dramatización. Aunque no teníamos clase, nos pasábamos horas en la capilla cantando salmos y salmodias, los alumnos de una nave de la iglesia cantaban una estrofa y los de la otra le contestaban y así ad infinitum, (De lamentatione Jeremiae Prophetae, Jerusalem Jerusalem), Palestrina, Tomás Luis de Vitoria. En verdad era soporífero pero yo creo que nadie protestaba porque era lo que estaba establecido y no nos planteábamos otra cosa porque creíamos firmemente en los que hacíamos; cuando teníamos 14-15 años en los últimos años, la cosa ya cambiaba, eran años de incertidumbre personal y de empezar a cuestionarnos las cosas, el despertar de la naturaleza y la edad del pavo. Las salidas a la ciudad rompían en cierto modo la monotonía. Había varias procesiones en el colegio, se salía de la iglesia y se iba desfilando por el pabellón de los mayores con sus infinitas columnas; aprovechábamos para ver a las chicas de la limpieza y a las cocineras, el género femenino frecuentaba poco el colegio.
Otra celebración muy popular era el día de Corpus Christi. Unos días antes de la festividad los alumnos salíamos al campo a recoger flores para formar una alfombra floral en el patio de los mayores; los alumnos más cualificados en el área de dibujo se quedaban a perfilar los contornos de la alfombra, el resto pasábamos varias tardes de mayo pelando flores, sobre todo amarillas de las escobas y alguna de color rosa y azules. Era una auténtica maravilla y obra de titanes, venía mucha gente de fuera y familiares a verla; cuando las flores se marchitaban, nos daban permiso para deshacer lo creado pisoteándola y esparciendo los restos.

Durante los dos primeros años de permanencia en el pabellón de los pequeños un halo de inocencia y de espiritualidad flotaba en el aire, al menos en lo que a mí respecta, quizás hubiese otro mundo al lado del mío, pero yo no me enteraba; si es que estábamos medio día rezando y con gran responsabilidad por todo, hasta nos sentíamos culpables de que la humanidad hubiese matado a Cristo. Cuando nos pasamos al pabellón de mayores, en tercer curso, 13 años, ya empezaba a despertar muy muy despacio cierta picardía y ganas de experimentar con una rebeldía demasiado reprimida para aflorar al exterior. Comenzábamos a escondernos en un lugar apartado llamado “gravera” o en la chopera durante los recreos para fumar aquellos cigarrillos que sabían a rayos, Antillana y Rex eran dos marcas conocidas, nos hacían toser, pero había que guardar las formas para aparentar cierta madurez que no llegaba; el castigo era fulminante: al que pillasen fumando in situ era expulsado al día siguiente, no conocimos ningún caso, pero esa era la advertencia, el castigo divino. Las conversaciones ya derivaban a temas “pecaminosos”, bajo el prisma de la moral jesuítica; qué pecados íbamos a cometer, pobrecitos de nosotros, si las únicas faldas que veíamos eran los largos hábitos blancos de los frailes que teníamos que besar cuando nos encontrábamos con ellos y alguna visita un poco colorida que nos hacía ruborizar. Todo estaba en nuestra imaginación, alimentada por las películas censuradas primero por la censura civil, luego eclesiástica y por último personal cuando el confesor nos decía que cerrásemos los ojos en cuanto apareciese alguna escena desvergonzada, por Dios… desvergonzada. Los primeros pelillos en el cuerpo nos hacían sentir mayores, unos más que otros, claro, los había herederos de Wifredo el Velloso y otros del conde de Lampín, entre los que me incluyo; al mismo tiempo hacía acto de presencia ante nuestros ojos fuera de sus órbitas el primer y asombroso rocío matutino que no era ni conocido ni invitado.

Porque había que confesarse, claro, aunque cometiésemos la mínima falta; en realidad yo creo que los diez mandamientos se resumían en uno y no era precisamente “amaos los unos a los otros”, sino la carencia de ello: se pecaba de pensamiento, obra u omisión, o sea, por todo, si hacías porque hacías, si no porque no, e incluso por pensarlo, no había manera de escapar del Maligno y a la menor tentación ya te encontrabas vagando por caminos descaminados. Era famoso el anciano confesor P. Jordán, quien arrastraba sus pies en  zapatillas por el suelo de la iglesia y tenía cola para confesar porque oía muy poco y obviaba mucho, mandaba poca penitencia y siempre decía lo mismo: “hijo, te recomiendo que seas devoto de la Virgen María, si así lo haces te salvarás, si no, te condenarás; que seas un buen dominico”. Y te daba la absolución. Había otros más justicieros, aunque generalmente no confesaban los mismos que nos daban clase, de lo contrario cualquiera les miraba a la cara. Famosa fue la anécdota de uno de los mayores que tenía mucho desparpajo y en el estudio le pidió permiso a un fraile de sobrenombre Chucho, que le contestó que volviese a estudiar, que solo quería escaquearse, etc. el alumno no se arredró y le contestó: “padre, ¿y si me muero esta noche?” Se le cruzó el cejo al fraile y le dijo de malos modos que se fuese a confesar inmediatamente y se largase de su vista. El mismo religioso con su voz peculiar (la vocal “a” dominaba al resto en su dicción), le decía a nuestro Víctor Ruiz “parece qua vas da gala” cuando este llevaba una chaqueta azul marino de espuma.

Otra anécdota digna de mención fue cuando el padre Buena castigó a Javier Alegre, a Fran y a Lucinio una semana por no haberse levantado (estábamos sentados) cuando pasó a su lado. El castigo consistía en arreglar los jardines de la parte de detrás del pabellón de los frailes durante el recreo de la tarde. Mientras hacían la labor, vieron salir un gato de una ventana. Javi, con la ayuda de Fran se subió a mirar por la ventana y vio que era el almacén de las viandas. Habías varales con chorizos. Inmediatamente, con un palo de escoba y un alambre grueso, preparó un gancho con el que extrajo algún chorizo. Todo funcionaba hasta que al tercer o cuarto envite, se le cayó el gancho y tuvieron que desistir porque era evidente que cuando viesen el gancho en el suelo del almacén descubrirían que algo raro pasaba. Javi, subido a los hombros de Fran, era el extractor. Lucinio vigilaba desde una esquina, eso sí con más miedo que cuerpo. Cuenta Jesús Rubín (“Yo soy Rubín, el enchufado del Padre Pablo, aunque nunca supe por qué”) que él estuvo subido en aquellas ventanas con rejas y con un gancho sacaban los chorizos y eso fue debido a una traición de los frailes porque les habían ofrecido cinco kilos de caramelos cuando terminasen la jardinería, pero les mandaban otra cosa y no había caramelos.

Los finales de curso eran emotivos; nuestros hogares, familia y amigos quedaban tan lejanos que en esos últimos días de curso la mente se esforzaba por revivir la vida considerada normal hasta ahora, después de nueve meses sin la presencia física en ellos. Días ajetreados, las notas finales con el desfile solemne de los tres frailes y uno de ellos haciendo resonar su fuerte voz y el reo puesto en pie, el castigo fulminante a aquellos que tuviesen tres o más suspensos, sabiendo que en septiembre no volverían; la preparación del viaje: el P. Felices haciendo la lista de nuestros destinos, entra en la clase y pregunta sin más preámbulos ni explicaciones al primero de la lista “¿destino?”, el pobre, con la mente en blanco por la cuestión, responde: “padre dominico”; el consiguiente bocinazo le hizo reaccionar y ya respondió al verdadero destino de su viaje. La última tarde era la de la preparación de las maletas, alegría para unos por las vacaciones, tristeza (o quizás no tanta) para los que no iban a volver en septiembre. Nos homenajeaban con una comida especial al aire libre en la pista de tenis (el único jugador conocido era el P. Villarroel), para lo cual sacaban las mesas del comedor con gran parafernalia y, detalle ridículo grabado en las neuronas que no tendrían otra cosa en qué pensar, nos daban una botella de Coca Cola con sabor auténtico, ya que nunca la habíamos probado. 

Los veranos eran un gran peligro para nuestras firmes vocaciones, es por ello que nos aconsejaban hacer ejercicios espirituales en algún colegio o seminario cercano; en nuestro caso fuimos dos días al Seminario de La Bañeza, donde nos inculcaban la idea de que esos ejercicios eran un “cortafuegos espiritual” para refrenar las tentaciones mundanas. En el pueblo pertenecíamos al grupo de los seminaristas y el cura tenía que mandar informes de nuestro comportamiento durante el verano. De ahí que a alguno se le subiese la vena mística y al regresar de vacaciones, cuando contábamos lo que habíamos hecho, J. Frang. narró unos hechos que dejaron boquiabiertos a los frailes escuchantes: nuestro querido compañero confesó en público a todos los fieles congregados en la iglesia de Pal. y les autorizó a comulgar sin necesidad de pasar por el confesorio; algún fraile sigue en estado de shock, pero nuestro amigo fue un visionario, ya que hoy en día esta costumbre se ha afianzado. 

Durante el verano después de quinto, antes de ir a Ávila, pasamos un mes en el colegio de La Mejorada, gran verano de agradables recuerdos porque, para empezar, nos liberaba del duro trabajo en el campo ayudando a nuestros padres; ellos solo querían lo mejor para sus hijos, así que no había impedimento para obedecer las órdenes supremas. En ese lugar no había clase, solo lectura, juegos, meditación, paseos por el río, hasta nos acostábamos a dormir la siesta: como cerraban las persianas completamente y estábamos totalmente a oscuras, el amigo H. comenzó a dar voces diciendo que no podía aguantar la oscuridad; a día de hoy reconoce que no ha superado la fobia. Por fin comíamos bastante bien, el cocinero aquel verano era Fray Román (el hermano enfermero de Arcas), que además de enfermero, era buen cocinero.

Al terminar el quinto curso nuestras vidas tomaron nuevos rumbos y nos encaminaron al monasterio de Santo Tomás en Ávila. Pero esa será otra historia y será contada en otra ocasión.
Nihil Obstat.



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*** Título original del texto: BREVE Y SUCINTA HISTORIA DE LO QUE PUDO HABER SIDO Y NO FUE, DE LO QUE FUE Y PUDO NO HABER SIDO Y OTROS SUCESOS QUE ACONTECIERON A LOS ASPIRANTES A DOMINICOS DE ARCAS REALES 1963


Friday, April 12, 2019

EL MILAGRO DE LAS PATAS

Detrás de la Virgen de Lourdes, al fondo del patio, la granja (Imagen: VS)

Todos éramos de pueblo, pero muy de pueblo y, como se suele decir, a mucha honra. El más capitalino debía ser Fernando Gil, de Soria ciudad. Aunque a principios de los setenta, seguramente Soria no era más que un pueblo grande. Más grande que los demás, pero pueblo, al fin y al cabo. Como es natural, todos nos habíamos criado entre barbechos, rastrojos y animales de variada índole. En mi casa, por ejemplo, siempre hubo conejos, vacas, cerdos, perros, gatos. En la del P.  César ciertamente ganado ovino y palomas por doquier, en la del P. Santiago no debieron de faltar las caballerías, seguro que a los progenitores de Dámaso y a los del P. Antonio no les faltaban gallinas y polluelos en el corral.

Así pues todos éramos más o menos expertos, la necesidad obligaba, en animales de granja. Dadas las similitudes de conocimientos, desconozco, pues, como César y el que esto suscribe terminamos ocupándonos de las conejeras y los patos, heredados del curso anterior, albergados en el fondo del patio de recreo y separados de éste por una pequeña verja. Claro que tampoco el P. Sáiz tenía conocimientos específicos para ocuparse de la caldera.  En otras épocas tales menesteres habían sido llevados a cabo por los hermanos cooperadores, otrora conocidos como legos. Pero por aquellos años, las vocaciones de tal figura religiosa escaseaban, así que eran destinados a otras tareas más prioritarias como convertirse en improvisado cocinero o despierto sacristán. Cualesquiera fuera el motivo, si es que lo hubo, muchos de nuestros ratos de ocios los dedicábamos a procurar que los conejos se aparearan con las conejas y a limpiar los inmundos cuchitriles donde los patos pernoctaban. Para mí los patos eran un animal nuevo de compañía y, todo sea dicho, me parecían guarros a no más. O quizá les confundía con la inmaculada blancura de los cisnes, el caso es que sus plumas siempre estaban llenas de suciedad y el pequeño estanque donde se bañaban repleto de su asqueroso plumaje.

Fruto de su inercia reproductiva o que el entorno se prestaba a la multiplicación de la especie, con el paso de los meses, los pocos patos heredados aumentaron con creces de tal forma y manera que andar por el patio donde estaban encerrados terminó por resultar relativamente complicado. Al abrir la verja acudían en tropel, cuac, cuac, pensando, si es que piensan, que tras cada rezo canónico nuestra obligación más esencial era llenarles el gaznate de grano. La población llegó a ser tan densa que llegar a las jaulas de los conejos sin pisar encima de algún animalucho de aquellos requería una notable destreza y una vista excelente: unos acurrucados a la sombra, otras desovando, los más abyectos copulando. Con los conejos tuvimos menos éxito, aunque se reproducían como acertadamente afirma el dicho popular, resultó que más de una vez, para sorpresa y espanto nuestro, si no llegábamos a separar en el momento adecuado las crías de la mama, ésta devoraba a sus vástagos. Mientras, la mitomatosis hacía estragos.

Así que una y otra vez nos veíamos obligados a, tal y como habíamos visto hacer en nuestros pueblos, aislar a la coneja durante un tiempo y llegada su hora de quedar preñada, ayudar al conejo, levantando la colita de la primera a ejercer sus funciones de macho. Mirando para atrás, estas actividades, con el paso de los años, no pueden sino resultar cómicas. Dos recién consagrados, aunque fuera mediante votos simples, a Dios, a la Iglesia, a N.P. Santo Domingo y a toda la corte celestial, imbuidos cuerpo y alma en tareas cuando menos peregrinas, sino banales y absurdas. Después de todo, nos consagrábamos a aquellas tareas con la misma intensidad que acudíamos a la plegaria de Sexta o escuchábamos con devoción la gloriosa historia de la Orden de boca del P. Fueyo, mientras éste arrugaba el ceño cada vez que hacía un movimiento en falso y el cilicio le apretaba el muslo.

En realidad, en el noviciado, una vez vencidas las mínimas resistencias iniciales, todo lo hacíamos con un ardor inusitado. Con diecisiete años, recién salidos de nuestras adolescencias tardías, la delgada línea que separa el concepto de vocación y obligación era puramente inexistente. Todo era bueno, puro y santo. Y lo era en un grado supremo. Desde cantar el Pange Lingua a las serviles tareas de la granja.  Todas nuestras actividades, por pedestres que fueran, estaban edulcoradas en el tan atractivo como abstracto e inútil envoltorio de aquello que denominábamos vocación. En nuestras mentes y corazones, apenas hollados por el discurrir de la vida que bastantes años más tarde nos despertaría a la sólida realidad de sus desventuras y amores, todo lo que hacíamos era todavía más bueno, puro y santo porque teníamos el pleno convencimiento, algunos incluso la fe, de que nuestra juventud apenas iniciada iba a salvar al mundo.

Íbamos a ser los misioneros que como el Beato Berriochoa revelaría a las hordas vietnamitas la maldad de sus mandarines, resistiríamos impertérritos el martirio de los maoístas en Fukieng y nuestros conciudadanos españoles, al otro lado de la tapia del convento, de quien vagamente percibíamos que comenzaban a abandonar las prácticas religiosas volverían al redil. Al de los buenos, evidentemente. Este planteamiento tan aparentemente rocoso como realmente etéreo tenía una importante carencia: íbamos a salvar el mundo con la juventud que nunca tuvimos. Entrar en el noviciado fue pasar de la burbuja extremadamente infantil del internado a considerarnos desmedidamente adultos, sin que en realidad lo fuéramos.

Nuestra juventud se redujo a tres meses, los que pasaron desde el fin de curso en Ávila al 18 de agosto, fecha de la profesión en Ocaña. Pero de eso nos daríamos cuenta mucho más tarde, al menos yo. Entre la relativa libertad de la Residencia en Ávila y los muros infranqueables de Ocaña algo nos habíamos saltado o nos habían hurtado. De repente, sin darnos cuenta, estábamos enganchados a una maraña interminable de plegarias rituales, imitación imposible de los ejemplos piadosos de centenares de santos que nos habían precedido en el glorioso camino de la fe, y clases devocionales, tan llenas de buenas intenciones como vacías de cualquier espíritu crítico.

Incluso cuando con toda la mejor intención del mundo proclamamos con nuestros votos que seríamos obedientes, castos y pobres, la nube etérea en la que habitábamos nos resultaba inconcebible. Algo que por lo demás parecía natural, estábamos renunciando a algo que no sabíamos ni que existía. La desobediencia era un término meramente infantil y como mucho un pecado leve para soltar al párroco del pueblo en la carrerilla de nuestro acto de atrición. La pobreza era intrínseca a nosotros, difícilmente podíamos rehusarla. Por eso cuando nos hicieron firmar un documento por el que renunciábamos a la herencia terrenal de nuestros padres, nos entró la risa. Allí, dentro del claustro, éramos mucho más ricos, incluso considerando que reinaba una prudente austeridad. La castidad era un concepto tan abstracto, salvo por algún inocente picorcillo postadolescente, que seguramente nos hubiera resultado más comprensible comulgar con ruedas de molino que desear a la mujer del prójimo. Más si se considera que ninguno de nuestros prójimos disfrutaba de señora, al menos que nosotros supiéramos.

Total, que allí nos encontrábamos en un mundo que difícilmente podía ser mejor, en un nirvana perfectamente tangible donde los días se consumían apaciblemente, salvo por los sobresaltos de Valle, Candanedo y algunos otros que decidieron o fueron obligados, en nuestro fuero interno les considerábamos unos traidores, pobrecitos, a abandonar el claustro y habitar el siglo. La rueda de maitines, desayuno, clases, tercia, almuerzo (¡excelente vino blanco manchego!), siesta, cuidado de los conejos, rosarios, cena, vísperas, Radio Vaticano, evitar las tentaciones de la carne, dormir, maitines… Un año, donde pasamos de tímidos adolescentes a imberbes adultos sin que nadie nos avisara de que los diecisiete años no volverán jamás. In aeternum.

César y yo, alarmados por la imparable población de patas decidimos con nuestro mejor criterio caritativo compartir nuestra producción con las buenas madres dominicas, tan generosas ellas con sus pasteles, oraciones y buenos deseos hacia los jóvenes novicios. Ni cortos ni perezosos y, tras no pocos ajetreos, conseguimos meter media docena de patas en un par de sacos de yute atados con una cuerda, mientras las patas revoloteaban salvajemente en su interior. Acarreamos los sacos en una carretilla hasta el convento de las monjas, distante no más de un kilómetro del nuestro.

Como era preceptivo llamamos al torno para avisar de nuestra llegada y, por primera vez, no nos subieron al locutorio –hubiera sido imposible entregar las patas a través de las rejas del mismo ya que como mucho hubiéramos podido pasar un gorrión- sino que nos abrieron los antiguos portones del claustro. Al otro lado del portal media docena de monjas a quien hasta ese momento siempre habíamos visto a través de las rejas, nos miraban con sorpresa y no poco regocijo mientras nos esforzábamos por calmar a las patas dentro de los sacos. Al abrir el primero, inexperiencia suya o impericia nuestra, el saco se dio la vuelta y media docena de patas echaron a correr despavoridas, intentando alzar el vuelo, lo que era imposible, por el silencioso claustro. Todas las monjas revoloteando con el hábito, muchas de ellas por encima de la sesentena se apresuraban, sin conseguirlo, a atrapar las patas.

Ni Buñuel, ni Azcona juntitos hubieran imaginado en sus días más inspirados una escena tan surrealista semejante. Una monja había conseguido agarrar las patas de una pata, otra intentaba hacer lo propio a cuatro patas por el suelo del claustro con otro animalico, un tercero se había subido a una repisa, mientras dos buenas hermanas le rogaban encarecidamente que bajara. Nosotros, temiendo lo peor, agarrábamos férreamente el segundo saco, en cuya ímproba tarea nos ayudaba la madre priora. Sus cerca de ochenta años no nos resultaban de mucha ayuda.  En medio del alboroto y del griterío sus palabras nos llegaron como las de una profetisa recién surgida del Antiguo Testamento: “Menos mal que habéis traído las patas porque esta noche no teníamos absolutamente nada para comer”. Lo que de alguna manera explicaba el ardor con que las madres perseguían a las patas por el claustro.

Fueran sus palabras ciertas o me las haya inventado yo, fruto del paso de los años, lo cierto es que todo aquello a nosotros nos pareció un milagro. El primero y el último que he contemplado.