Friday, November 26, 2010

Día de las Familias (2 de 2)

Gran festejo el Día de las Familias, especialmente los primeros años cuando el primer semestre del año se hacía todo de un tirón, sin volver a casa para las vacaciones de Semana Santa. ¿No habíamos dicho que Arcas Reales era un internado?. El Día de las Familias era una jornada festiva, desde el desayuno especial con galletas María hasta el fatídico momento en que despedíamos a nuestros familiares en el patio central. Esperábamos con ansiedad que los nuestros llegaran a principios de la mañana y, aunque la breve estancia en el colegio ya había servido para desmadrarnos, no soltábamos a nuestros progenitores ni a sol ni a sombra. Más bien lo último, ya que el mes de marzo en Pucela solía estar cubierto día sí y día también de la imperturbable niebla del Pisuerga. ¡Con qué orgullo les hacíamos recorrer las instalaciones! “Mama, éste es mi pupitre”. 

En la misma clase había otros diez compañeros gesticulando a sus progenitores hacia aquel reducido mobiliario donde ellos estaban plenamente convencidos de que nos estábamos haciendo hombres de provecho. ¡No les faltaba razón! Aunque en nuestra mente infantil, lo esencial era hacerles admirar los amplios campos de fútbol, las canchas de baloncesto (¡de cemento y con las líneas verdes perfectamente marcadas!) y el no va más, las líneas elípticas de la pista de atletismo, dibujadas con cal y no con paja como en el pueblo, bordeando el campo de fútbol de los mayores, donde al mediodía íbamos a exhibir nuestras habilidades atléticas. Nuestros padres eran de pueblo tanto, qué digo, más que nosotros, así que la sorpresa de contemplar el imponente altar mayor de la iglesia de Fisac, sin un solo S. Isidro Labrador con sus espigas resecas, que echarse a los ojos, resultaba incluso más enigmática para ellos. 

Acabada la visita guiada a las instalaciones, perdón, se me olvidaba que nuestras madres, ¿cómo podían sobreseir ese aspecto tan fundamental para ellas?, nos habían obligado a enseñarles el aparador del dormitorio donde los calzocillos se mezclaban, insensibles ellos, con camisas, zapatillas de deporte, lindando con el instrumental del aseo. “Pero hijo, ¿cúantas veces tengo que decirte que el cepillo de dientes tienes que dejarlo siempre en la bolsa de aseo que te compré en la tienda de la Calle Mayor?” Admonición cuando menos curiosa porque ellos en el pueblo ni usaban, ni nadie les había enseñado a usar el cepillo de dientes. Afortunadamente, los consejos maternales sobre el orden que debía de reinar en el aparador venían acompañados del paquete, ¡ay el paquete!, que edulcoraba las exigencias maternales con su promesa de chorizo casero, lonchas del jamón curado al son de las heladas del pueblo en el desván y la inevitable reposición del bote de Cola Cao.

Yo aparezco extrañamente encorbatado lo que me da qué pensar. La siguiente corbata que recuerdo es una, muchos años después, en 1990, el día de mi boda, cuando el P. Ildefonso González me enseñó a hacerme el nudo del invento. Deduzco, pues que nunca aprendí a hacerlo, así que mi corbata de adolescente es de las que nunca quitábamos el nudo, simplemente nos limitábamos a apretarlo y a soltarlo, como si de una simple soga se tratara. Tan aferrado estaba el nudo a la corbata y, viceversa, que así sigue en algún baúl de la buhardilla, innombrable metáfora de una infancia a un internado anclada. Aunque no había uniforme escolar, la corbata y la chaqueta –siempre demasiado corta o demasiado larga, consecuencia de haberla heredada de hermanos mayores o de que nuestras madres las compraban “para que te valga hasta la Reválida, hijo”- es lo más parecido a un atuendo escolar. De hecho, en las fotos de la época, especialmente los días de fiesta o para ocasiones celebratorias, sea en grupos o fotos individuales, el signo de distinción viene marcado por la imprescindible corbata y la sempiterna americana.

Los dos, hermano pequeño y hermano mayor, aparecemos con el mismo peinado a raya, enseñado, casi con toda seguridad, en unas clases inolvidables llamadas de “Normas de Urbanidad”, donde aprendíamos un poco de todo, desde como asearnos hasta la manera de coger el cuchillo para cortar el filete de carne. Bastante salvajes como éramos, de donde veníamos, sólo sabíamos usar la navaja, y eso más bien para hacer silbatos con las ramas de los fresnos. La carne, si la había, la solíamos cortar con el único “cuchillo gordo” existente en nuestras cocinas pueblerinas.

Las americanas, reservadas para los días de fiesta como éste, nos otorgan un aire de improbable elegancia, y eso que los “Almacenes Olmedo” de Palencia en donde fueron compradas no debían representar el último grito de la moda. En todo caso, comparados con los jerséys perennes tejidos por nuestras madres, heredados a veces de generación en generación, la chaqueta constituía el elemento de modernidad indefectible que, añadido a la elegante curvatura de las fuentes diseñadas por Fisac en las que nos apoyamos, parece transportarnos a una veintena de años después.

En el fondo los familiares observan atentamente alguna de las actividades que conformaban el siempre atractivo programa deportivo de la jornada. A continuación venía la misa. No se puede decir que al amparo de la admirable arquitectura de D. Miguel, la celebración no fuera un cúmulo, una montaña, una eternidad de fe. Religiosa y laica. Todo revuelto. Obviamente, los concelebrantes, no era raro que entre ellos se encontrara el cura de pueblo de algunos de nosotros, hasta allí llegaba su perseverancia en nuestra educación cristiana, tenían esa fe por obligación y devoción. Nuestros padres y familiares, por costumbre y porque estaban más que convencidos que a través de sus plegarias, nuestras conductas, nuestras notas en matemáticas y latines terminarían por convertirse en insuperables. Nosotros un poco de todo. Alborotados, como estábamos, por aquella irrupción familiar en nuestra rutina y cotidaniedad, orábamos por nuestras notas, claro, por nuestros profesores. Pero sobre todo, poníamos nuestro empeño en pedir que nuestros padres siguieran bien de salud. La misa, nunca mejor dicho, era una eucaristía real, auténtica, de creencias ciegas en el auxilio divino, de buenos deseos para nuestro porvenir. Una comunión.

El Día de las Familias continuaría con el almuerzo campero, conocidos y familiares del mismo pueblo se solían agrupar, como si de una romería se tratara, en las mismas mesas de piedra o en los bancos dispersos por las instalaciones. El punto final lo ponía la velada de la tarde. Casi todos participábamos de una forma u otra. La afamada Coral de la Virgen del Rosario era siempre uno de los momentos estelares de la velada, apreciadísima por todos los asistentes que aplaudían a rabiar sus interpretaciones de cantos religiosos y populares. Otro tanto pasaba con la obra de teatro representada por los cursos mayores. Según los años las obras elegidas, consciente o inconscientemente, hacían caso omiso de las barreras ideológicas. Un año tocaba una comedia, aparentemente inocua, de Mihura, y acaso al año siguiente se descolgaban con una obra de amarga crítica social de Sastre. No que nosotros percibiéramos que el abertzale en ciernes intentara colarnos, a nosotros, alumnos de colegio religioso de pago, una ideología prerrevolucionaria. En todo caso, para muchos de nuestros padres y familiares, cuyo acceso a la cultura se restringía a los feriantes que vagaban ocasionalmente por las aldeas de Castilla, caso de “Barbaché y el Hombre Foca”, aquellas “comedias”, como ellos siempre las llamaban, aunque fueran dramas durísimos como ‘Escuadra hacia la muerte’, siempre causaban una impresión extraordinaria.

Concluida la representación teatral –fueron sin duda la pequeña y muy apreciable semilla que sirvió para plantar numerosas inquietudes culturales en los años venideros- llegaba la hora desoladora de las despedidas. En el patio central los taxis y vehículos desfilaban para volver a sus hogares, mientras muchos, más que menos, lloraban abiertamente; los más tímidos procuraban esconder sus lágrimas por los rincones de los pabellones ahora silenciosos y desiertos. Para aligerar la carga emocional, se nos dispensaba del estudio nocturno. El griterío habitual del comedor durante la cena se convertía en un silencio sepulcral. A la hora de acostarse más de uno, volvía a soñar con los nidos en los salces de la ribera del río, agarrado con desesperación a la pastilla de chocolate que le habían regalado sus padres. Al sonar el timbre, siete de la mañana del día siguiente, las sábanas eran puro cacao.

Friday, November 19, 2010

Día de las Familias (1 de 2)


Para preadolescentes tan arraigados como nosotros a nuestras familias, a nuestros pueblecitos, al campar a nuestras anchas por monte y barbecho, asumir la disciplina del colegio, sobre todo las primeras semanas no era tarea nada fácil. De ahí que no pocos aprovecharan las Navidades para retornar a su terruño. Para el Prefecto de Disciplina era una ocasión pintiparada para decirles a los más díscolos o a los más torpes que se llevaran las mantas –sí, en el ajuar del internado era uno de los elementos esenciales que arrastrábamos para atrás y para adelante cada junio y cada septiembre- al pueblo, signo inequívoco de que ya no volverían en enero.

Así que los que llegaban al Día de las Familias, a punto de pasar el ecuador del año escolar, salvo catástrofe tenían grandes posibilidades de llegar a junio y, por consiguiente, “más lejos en la vida, hijo mío”. En los primeros años, el Día de las Familias coincidía con la fiesta de Santo Tomás de Aquino, cuando ésta todavía se celebraba el 7 de marzo. Posteriormente, supongo que en razón de la climatología, se cambió a mayo. La imagen adjunta parece confirmar que la primavera todavía no había llegado a orillas del Pisuerga. Pese a todo parece un buen día, soleado, los asistentes van abrigados, pero no en exceso, incluso algún alumno corre en pantalón corto. Los chopos desnudos del Pabellón de Mayores no dejan lugar a dudas de que la intensa niebla de los pinares pucelanos ha dado hoy un respiro. Posiblemente sea marzo del 69, quizá del 70.

Estamos en el Pabellón de Mayores, un lugar mítico para los alumnos del de Menores, donde debe estar todavía Pepe, mi hermano, con su chaquetilla a cuadros y su jersey de cuello de cisne. Era de los pocos días al año, eso que estaban separados por apenas 20 metros, donde los de primero y segundo se juntaban con los de tercero y cuarto. De hecho la prohibición era absoluta. Posiblemente por algún malentendido prejuicio de carácter moral, tipo: los mayores pueden corromper a los pequeños. Corrupción relacionada con temas absolutamente tabú como la sexualidad en general o la homosexualidad en particular. O quizá fuera para que los más veteranos no enseñaran a los recién llegados al internado las artimañas para copiar en los exámenes. Porque aislados de los peligros del siglo y sus atractivos pecaminosos, lo estaban tanto los de primero como los de cuarto.

Pese a esta estricta prohibición o, quizá, a causa de ella, nosotros discurríamos trucos sibilinos para pasarnos los mensajes familiares (“mama me ha escrito”, “se ha muerto la Eudovigis”). Algunas veces violábamos estas restricciones –para encontrarnos con nuestros hermanos, insisto, tal era la rigurosidad de las normas disciplinares- viéndonos, a escondidas, por supuesto, en la gravera, por detrás del teatro y la piscina, después de la comida. Quizá el P. Prefecto se había entretenido jugando a pingpong con algún camarada en la galería. O acaso, la visita de algún familiar le retenía en la portería. Ocasión pintiparada para simulando que algo se nos había extraviado entre el seto que bordeaba la piscina, avanzar unos pasos hasta la tierra de nadie, ocultos por la inmensa mole del teatro. Allí intercambiábamos, sin dilación, tampoco era cuestión de jugarse la película del domingo por la tarde o el próximo partido de los pimentoneros con los merengues, las últimas novedades familiares y si la ocasión se terciaba, cambiar algún cromo de la colección del álbum “Animales de la naturaleza”.

En casos de urgente necesidad, me pregunto qué apremio puede tenerse en la vida cuando se llega a los 12 años, recurríamos a una treta más arriesgada para la que se requería una notable sutilidad, amén de un habilidoso juego d emanos, aprovechándo los rezos vespertinos. Al acudir a la iglesia para el rosario de la tarde, los pequeños que entraban más tarde, pasaban al lado de los mayores que ya estábamos sentados. Al adentrarse en la iglesia y llegar a la altura del banco donde yo o alguien de confianza se encontraba, en un abrir y cerrar de ojos, nos intercambiábamos mensajes escritos, las cartas de mi madre o, en casos más osados, la mitad de la pastilla de chocolate que nos había llegado en un ansiado y esperado paquete postal desde el pueblo.

Pero el Día de las Familias, no había que jugar a los espías ni confiar –lo de confiar no es banal, ya que algunos aprovechaban para ganar puntos chivándose de nuestros ardides al Prefecto- en los compañeros de banco. Ese día, todos estábamos revueltos en medio de un notable jolgorio. En el campo de fútbol, la tabla de gimnasia o el partido de fútbol está a punto de comenzar, los padres, amigos y familiares esperan la actividad deportiva que nosotros hemos preparado durante semanas bajo un intenso frío del invierno pucelano. El P. Pablo Fuentes, gran aficionado al deporte, exigente profesor de matemáticas, que por la mañana se esforzaba con denuedo –al menos con algunos, entre los que me contaba- en hacernos comprender las ecuaciones de segundo grado, por la tarde se dedicaba en cuerpo y alma a hacernos repetir incansablemente las tablas de gimnasia colectiva. Los movimientos en grupo, conformando figuras geométricas, incluso las letras DAR (por lo de Dominicos Arcas Reales) eran siempre uno de los platos fuertes de la fiesta familiar. Como mucho, nuestros padres habían visto en el bar del pueblo, los padres ya que las madres no iban a “Casa Abundio”, las exhibiciones gimnásticas del Día del Trabajo en el Bernabéu. Y de repente, bajo el enneblinado, pero radiante, sol de marzo, allí tenían a sus propios retoños, con más modestia, sí, pero con no menos ímpetu, haciendo las mismas diagonales, círculos y estiramientos de brazos que las gloriosas huestes trabajadores del Caudillo.

Friday, November 12, 2010

Clases (4 de 4)

Aunque en muchas otras ocasiones, dejadas a un lado las razones clasistas, los orígenes de paisanaje o las capacidades memorizadoras, los caminos del enchufe nos resultaban inescrutables. Como los caminos del Señor. Y desde luego, en nuestra reducida capacidad infantil de analizar las circunstancias, más allá de las meramente obvias, todo un enigma. Reconocíamos con facilidad a los enchufados y al enchufador, sin que nuestra perspicacia preadolescente nos indicara los entresijos para saber como se había llegado a esa situación, o cómo se podía alcanzar semejante nirvana de supuestos o reales privilegios,  tan envidiados por la mayoría de nosotros. ¡Ay, el enchufado!. Lo advertíamos por la forma de tratarle en clase, de plantearle las preguntas en los exámenes orales, incluso los más aviesos aseguraban que a tal o cual le corregían los exámenes con más generosidad. Imposible, sin embargo, adivinar –para intentar repetirlos o imitarlos- los mecanismos del enchufe y alcanzar aquel estatus de regalía, deseado estado donde el profesor tal o cual nos podría otorgar reales o supuestas prebendas.

Muchos no cejaban en su intento por resultar enchufados, por muy ininteligibles que fueran los vericuetos para llegar a disfrutar de tan anhelados honores. El caso más recurrente y, a la vez, tan mal visto, era el del chivato. Chivatillo, más bien. Después de todo, los asuntos a revelar eran más bien minucias, casi imposibles de recordar después de tantos lustros. Muchas veces, incluso, sin que el enchufador lo requiriera del acusica: “Padre, Sixto tenía toda la primera declinación, la de rosa rosae, en un papelito, escondido bajo la pulsera del reloj”. El P. Félix Salvador, de un carácter volcánico como pocos, podía tomar aquella revelación como un indicio de la improbable nota con la que había calificado a Sixto en el examen de latín, o como nunca se sabía por donde iba a salir, ordenar al delator que diera cinco vueltas al campo de fútbol, todavía desperezándose de la espesa niebla del Pisuerga.

El asunto de copiar, memoria o no memoria por medio, era un artificio al que recurríamos con frecuencia. Posiblemente los beneficios académicos del trapicheo eran insignificantes, eso, dejando aparte los morales. Sin embargo, era tanto un juego como un desafío, al que una buena parte del alumnado se entregaba con un cierto fragor y notable emoción. Quizá convendría decir más bien jolgorio. Constituía un admirable reto poder engañar al profesor, no tanto por tomarle el pelo, quizá incluso vengarse por pretendidas injusticias académicas, cuanto por aparecer como más avispado ante el resto de camaradas. De hecho, nos faltaba tiempo en los recreos para presumir de nuestras audacias y sagacidades, de haber salido ilesos tras haber cuchicheado al compañero sentado delante, mientras alguno distraía al P. Pinto con alguna pregunta inocua, las diversas clases de moscas. A saber: la de la carne, la tsé-tsé, el tábano, la moscarda azul, la borriquera… Para ello, las argucias eran tan incontables como los granos de arena de la playa o las estrellas del firmamento. Algunas extremadamente ingeniosas, otras claramente simplonas. Lo mismo que los motes a los profesores, muchas de las artimañas para el plagio también procedían de nuestros compañeros mayores. Algunos trucos se transmitían de curso en curso, por tradición oral, tal las genealogías davídicas en el Libro de los Reyes.


Había modalidades obvias, como pasar un papelito arrebujado al pupitre de atrás o mirar de reojo al compañero de la izquierda. A partir de ahí la sofisticación iba en aumento. Algunos compañeros de fatigas llegaron a desarrollar técnicas verdaderamente hábiles, lindando con el género artístico. Los más mañosos eran capaces de enrollar en trocitos de folio, con medio dedo de anchura y unos 20 centímetros de largo, cuidadosamente escritos por ambos lados, las clasificaciones, divisiones y subdivisiones del reino de los invertebrados. El rulo manuscrito y perfectamente enroscado, era introducido dentro de la carcasa transparente del bic, envolviendo el receptáculo de la tinta. Prácticamente imposible de apercibir por el examinador, en cuanto éste se colocaba en el estrado o se iba a vigilar a los de la última fila, el copista artesano lo extraía con disimulo, lo desliaba en sentido inverso al de un cigarrillo de hebra, para transcribir impertérrito, nervios de acero, los diversos grupos de rumiantes (bóvidos, cérvidos, jiráfidos, camélidos).

En realidad, el tiempo que dedicábamos a tan elaboradas ocupaciones, como por ejemplo, dilucidar si la tinta invisible era más o menos visible si usábamos mandarinas o naranjas naveles,  lo hubiéramos empleado en memorizar las características de los mamíferos, seguro que nos hubiera ido mejor. Además de evitar el sonrojo en la capilla, cuando delante del confesor nos acusábamos, pecado leve siempre, de trampear en clase. Pero como aquellas tretas eran consustanciales, más que nada una diversión en la rutina interminable de los días escolares, una y otra vez volvíamos a las andadas. Al menos, con aquellos profesores que, a nuestro entender, eran más laxos en la vigilancia o en aquellas materias donde la memorización era el componente esencial.

Delante de otros profesores, sobre todo de los más jóvenes, quizá porque eran más enérgicos, quizá porque para ellos era un desafío pillar “in fraganti” a los pecadores (me imagino cómo sacarían pecho en la Sala de Comunidad de los padres, a la hora del café, cómo habían cazado a tal o cual alumno), resultaba problemático, hasta peligroso por las temibles consecuencias, el arriesgar tanto por tan poco. El mal menor podía ser que en el comedor te tuvieras que sentar en la mesa del oprobio, la de los castigados, un pequeño círculo de variopintos infractores. Desde luego el cero patatero no te lo quitaba nadie, el cine de los domingos impensable. En casos extremos y reincidentes, se ve que aunque para nosotros era un juego, para los profesores no lo era, podía terminar en expulsión o de forma más ladina, que al terminar el curso recomendaran a tus padres que no marcaran la ropa para septiembre.

Pese a todo, las ingeniosidades o nuestra ingenuidad no tenía límites. Siempre había ardides, inventores que proclamaban en susurros que habían dado con la piedra filosofal de todos los copiotas que en el mundo han sido. Por supuesto, artilugios indetectables, incluso para los profesores más aguerridos. Ya en aquella lejana época, cuando ni Apple, ni Nokia, ni Motorola estaban ni siquiera en ciernes, algunos de nosotros, lástima de patente que nos hubiera transportado hasta Silicon Valley, ideábamos, ni más ni menos, sistemas inalámbricos, o casi, para copiar en los exámenes.

Divagábamos con artefactos ultra novedosos, de alta tecnología, al menos para aquellos tiempos. El más rocambolesco, sino cómico, aunque no fue más allá de la fase de ensayos, consistía en enganchar dos rulos de cartoncillo, los que se usan  como soporte para enrollar de papel de wáter. Un extremo del cartoncillo cilíndrico se obturaba con un pedazo de folio en blanco. De su centro pendía un hilo de coser, de mayor o menor largura. En el otro extremo, idéntico mecanismo. Hablando en murmullos, a modo de micrófono por uno de los extremos, el compañero nos escuchaba como si estuviéramos pegados a su oreja al final del otro rulo que funcionaba como auricular. Para resolver el problema añadido de que todos teníamos horarios idénticos, fantaseábamos con que alguien debería aducir, al levantarse, tosiendo fuerte, que tenía la omnipresente gripe. Ya sólo quedaba que el enfermo imaginario, durante la hora del examen, se escondiera entre los chopos que separaban el campo de fútbol de las aulas. Desde allí, podría dictar las respuestas a su interlocutor, el examinado, que disimulado entre la calefacción y las cortinas, delante de los grandes ventanales, podía transmitir las preguntas hacia el exterior. Sin embargo, el sistema era tan rudimentario que la necesidad de disponer de un hilo tan largo, lo convertía en irrealizable.

 Así que mirábamos lánguidos a través de esos mismos ventanales, dando vueltas a nuestra corta memoria, devanándonos los sesos con las fórmulas matemáticas, desaprovechadas las horas de estudio de la tarde anterior, mientras en las profundidades del cerebelo rebuscábamos la definición de sinartrosis. ¡Mira! El inefable P. Julio Ibáñez, en su extraña motocicleta, mitad pedales, mitad gasolina, que petardea mientras atraviesa el campo de fútbol, camino del pinar. En el portamaletas lleva el caballete, una tela sin enmarcar y pinceles en un cuidado desorden, metidos en un bote de conserva. Se aleja en medio de una polvareda, mientras lo de la sinartrosis me trae a mal traer. ¡Cuando sea mayor quiero una motocicleta que a ratos ande sóla y a ratos pueda pedalear!.

Friday, November 5, 2010

Clases (3 de 4)

Las aulas, con tantas horas gastadas en ellas, fueron la principal fuente de anécdotas, traumas, historias y recuerdos, aunque éstos no siempre fueran los más agradables. Constituían, asimismo, el “humus” esencial abonado para la germinación de desigualdades, discriminaciones y, posiblemente, injusticias. Reales y supuestas. Menores, se podría decir, pero que en el ánimo de los perjudicados han perdurado como pequeñas afrentas que, a modo de crismas y unciones, han impreso carácter indeleble. Obviamente, las preferencias de algunos profesores por ciertos alumnos y viceversa no era, ni mucho menos, un asunto exclusivo del internado, ni de aquellos tiempos pretéritos.

Cualquiera que se haya dedicado a la enseñanza admitirá que en las relaciones entre alumnos y profesores, las alambicadas químicas de preferencias y aborrecimientos surgen y desaparecen envueltos en razones poco razonadas. Ese halo, entre misterioso y envidiado, que velaba las relaciones entre algunos preferentes y ciertos preferidos, se magnificaba ante nuestros sorprendidos ojos infantiles. Era el signo de los tiempos, acaso ni siquiera podría haber sido de otra manera. En aquel microcosmos diminuto, hermético que conformaba el devenir cotidiano, mes a mes, año a año de la Escuela Apostólica, las únicas relaciones sociales con los adultos se registraban, casi exclusivamente, en el apartado académico.

Los adultos eran adultos y los alumnos niños, así que la manipulación de caracteres, sentimientos y afectos, no siempre en sentido descendente, eran el pan nuestro de cada día, perdóneseme el uso descontextualizado de la expresión. Desahuciados del cariño presencial del hogar desde que cogimos el autobús de línea a la capital -algunos, por cierto, jamás volvimos a recuperarlo- se supone que en algún alguien tendríamos que depositar nuestros quereres huérfanos. Vengan D. Sigmund y todos sus discípulos para analizarlo. Las clases eran el laboratorio experimental donde aquellas alianzas entre profesores y alumnos (algunos), entre estudiantes y profesores (algunos) y entre alumnos y alumnos (muchos) se cimentaban y destejían sin que la mayoría de las veces supiéramos los porqués.

Si acaso, en base a ciertas empatías personales, procedencias geográficas y, ¿por qué negarlo, aunque no fuera lo habitual?, un cierto tufillo clasista recíproco de algunos padres (dominicos) hacia ciertos alumnos con padres (biológicos) privilegiados, que ciertamente eran los menos. La mayoría de internos procedían de la gleba, llanuras y montañas de Castilla la Vieja y regiones limítrofes, con progenitores donde abundaban oficios como labradores, pastores, herreros, carpinteros, mineros, algún funcionario de bajo rango y un largo etcétera de gremios a quienes la posguerra les invitaba a propiciar la educación de sus retoños pero para la cual no tenían los medios. “No pagáis ni el agua”, aseveraba, sobre todo cuando tenía que reñirnos con ánimo exaltado, nuestro querido Prefecto de Disciplina. Seguramente, no le faltaba razón. Como nuestros profesores tenían la misma procedencia, incluso peor, puesto que su vocación al ministerio apostólico, sociológica o real, había florecido veinte años antes, la fascinación que algunos de ellos tenían por los alumnos de padres pudientes era innegable. Lo que indudablemente generaba una cierta ambivalencia. Para esos pocos camaradas elegidos, algún profesor que para la inmensa mayoría era duro de roer, para ellos era el buque insignia de toda la superestructura pedagógica del aspirantado.

Estoy hablando, pues, de esa especie, categoría o grupo de ungidos sobre el que se podría escribir una tesis doctoral: los enchufados. Ni siquiera merece la pena entrecomillar el vocablo. El ámbito de las clases generó tres vocablos en nuestro expansivo conocimiento de la lengua española que quedaron grabados para siempre en nuestro diccionario mental. Uno fué enchufados y los otros dos: abusón y chispear. Para la segunda, los garrulos filoingleses lo han sustituido por “bullying”, cualquiera sabe por qué. El concepto de chispear ha desaparecido completamente del uso diario escolar.

Este concepto de “chispear” solía ser la base principal donde fructificaba la categoría de los enchufados. Aclarar, aunque parezca obvio, que dados los principios pedagógicos de la época, lo de “chispear”  referenciaba los conocimientos escolares adquiridos en base a la pura memoria. Desde lo de “viento en popa a toda vela” hasta la altura del Aneto y el Mulhacén. La iniciativa, el razonamiento, la argumentación eran inexistentes en las enseñanzas de la época, salvo las pizcas, a cuentagotas, que nos insuflaban en las matemáticas. Así que el chispeo era terreno exclusivo de los memorizadores, también conocidos como empollones. Como las gallinas cluecas, dábamos calorcico a todas las batallas de la Reconquista para recitarlas de memoria. “Durántez, chispea”. Ergo es un enchufado del profesor de historia.