Saturday, September 25, 2010

Correspondencia (1 de 4)

Era un momento único de expectación, nerviosismo y si el Padre Prefecto gritaba tu nombre, señal inequívoca de que tenías una carta, instante inenarrable de una intensa y contenida alegría. Comenzaba entonces, con la entrega al destinatario, uno de los pocos momentos íntimos que se nos permitía en la Escuela Apostólica. Tras la comida era el tiempo de recreo. Algunos se ejercitaban jugando al pingpong, otros a bordear –en una oval interminable- las estrictas fronteras de nuestra geografía infantil. De la galería, al pinar que limitaba con el campo de fútbol de arriba y retorno bajo la sombra de la hilera de chopos que separaban el campo de abajo con la huerta. Como estaba terminantemente prohibido pasar al pabellón de mayores, proscrita la subida a los dormitorios, el patio central vedado, intransitable la zona destinada a enfermería, sólo nos restaba la galería y los campos de deportes.

Aunque fuera difícil escabullirse, siempre había un rinconcito más discreto para mirar y remirar la carta que, a los afortunados de la jornada, acababa de entregar el padre prefecto. Retirados tras alguna de las columnas de la galería, al amparo de la magra sombra que ofrecía la valla de cipreses que delimitaba la piscina, hasta servía como refugio, el desnudo bajo de la escalera de subida a los dormitorios. Discretos, dentro de lo que cabía, aquellos espacios de la geografía preadolescente, se acomodaban como improvisado cobijo para leer y releer varias veces las misivas paternales. Para ser precisos, maternales. Eran nuestras madres, por lo general, las más dadas a la comunicación escrita, bien que ésta fuera escasa.

Lo primero era mirar el remite para conocer la procedencia. No que pudiera haber decenas de remitentes. Ciertamente los padres inquiriendo por la nota en Conducta, ocasionalmente el párroco, preocupado por si en las vacaciones de Semana Santa volveríamos a nuestro impagable desempeño de tocar las campanillas para atraer la atención de los hombres del coro durante la consagración; aprovechaba la circunstancia para exhortarnos a que nos portáramos bien. Quien más quien menos, también solía disfrutar de las epístolas de algún tío carnal culto, afortunado esquivo de la gleba, dedicado a alguna profesión liberal: médico, maestro (“pórtate bien para que te conviertas en hombre de provecho”); acaso de una tía segunda, emigrada a alguna capital del norte, en buena posición económica, emocionada de repente con nuestra incipiente vocación sacerdotal. Sorpresa, sorpresa, su carta terminaba con aquello de “rezo todos los días a la Virgen de Begoña para que te portes bien”. El comportamiento, el bueno, evidentemente, como madre de todas lasa conductas, principio y final de todos los escritos.

Obviamente, las cartas de nuestros padres eran las más esperadas y queridas. Una vez asegurados por el remite –en clase de lengua el P. Llanos nos había explicado detalladamente una larga serie de abreviaciones y Rmt. era una de ellas- que procedía de nuestros progenitores, dábamos vuelta al sobre en la palma de la mano, observadores avariciosos de nuestro tesoooooro. Manoseo el sello, la solapa trasera, los bordes del basto papel. Mi madre, seguramente, había pedido al cartero los sobres más baratos. Mientras volteo la carta, acurrucado en el soporte metálico de la canasta de baloncesto, imagino el camino que ha seguido. A la inversa. El P. Prefecto de Disciplina la ha recogido en el pabellón de los padres. Allí la ha depositado, poco antes de la comida, el hermano lego que, los días laborables, se acerca en la furgoneta a la estación de tren de Valladolid para recoger la valija. Hasta allí, ha llegado en un tren similar al que hacía menos de un mes me ha traido a mí desde Palencia. Hasta Palencia “tierra de mantas, vivero de guapas”, ha sido acarreada por el “correo de Osorno”, la furgoneta verde de D. Eduardo, que siempre llega puntual a las 10,30 cada mañana y se detiene delante del bar del señor Abundio. Estamos hablando ya del día anterior sino de antes de ayer.

A don Eduardo, el del correo de Osorno se la ha entregado el Sr. Isidoro, el cartero del pueblo, que tras ir en su yegua parda a recoger y repartir en los pueblos vecinos cartas para los emigrantes, ha recogido la de mi madre. Con un golpe seco, ha estampado el tampón redondo con el nombre de la aldea y la provincia entre paréntesis (Palencia), tan desgastado que apenas se lee la fecha de salida sobre el sello. Este pertenece a uno de mis series preferidas, la de castillos de España. El de Jarandilla de la Vera. Por 1 peseta tengo entre mis manos todo el aroma que, con certeza, ha acarreado mi madre con la carta mientras va y viene a sus labores habituales: el del nogal del patio mientras apalea las nueces resistentes a las primeras heladas, el manzano de la huerta que, según el abuelo Basilides, había aguantado una banda de desharrapados carlistas y, más recientemente, el acoso de una escuadrilla de falange, impecables en sus camisas azules mientras vendimiaban a golpe de culata de fusil. De la solapa del sobre se desprende el inconfundible perfume a la ribera del río, vecino a la casa, con sus zarzas rebosantes de suculentas moras en este final de octubre. El olor a humo de los primeros troncos de roble que templan la gloria que caldea el piso bajo de la casa. Puedo, perfectamente, ver a mi madre escribiendo la carta, una vez ordeñadas las vacas, cada línea ceremoniosamente deletreada para no torcerse –objetivo a medias logrado- en lo que para ella, con toda seguridad, constituye una inmensidad de papel en blanco. Con los primeros fríos de la meseta, bien adentrado el otoño, en la trébede de la cocina, mientras mi padre termina de descargar el carro de patatas en un rincón de la tinada a la luz de un tembloroso candil.

“Querido hijo: Espero que al recibo de la presente estés bien, como nosotros lo estamos. Tu padre ya ha terminado de recoger las patatas de la vega. No sé si este año no nos pasará como hace dos y tendremos que tirárselas a los gochos. Valen una miseria. Vamos a quitar mañana las peras de cuchillo de la huerta del otro lado del río. Si la Lauren va a ver a su hijo a Valladolid, como trabaja en la fasa, te enviaremos media docena por ella. Tu tía Fili ya ha salido del hospital y aunque está todavía muy pachucha, el domingo pasado ya fue a misa. Quien está bastante mal es la señora Eufrosina. Han venido sus hijos desde Barcelona así que es muy posible que no llegue a San Andrés. Ha empezado a helar y no sé ni como vamos a sacar la remolacha, queríamos llevarla a Monzón para la Inmaculada pero si no llueve no se ablandará la tierra de los linares y tendremos que arrancarla con la horca. El párroco me preguntó el último día de la novena de la Virgen del Rosario si eras aplicado en tus estudios. Si no ya sabes lo que te espera por aquí. Fidel se encabezonó en dejarlo y ahora anda con su padre gradeando los quiñones del monte. Bueno, hijo, aprovecha el tiempo y pórtate bien. Tu madre, Juliana”. (Continuará...)

Friday, September 17, 2010

Hechos de los Apóstoles y el plinton (2 de 2)

Hasta que el P. Mendoza, prefecto de disciplina, hacía sonar su silbato desde la puerta del Pabellón de Menores y, todos, tal como estábamos, perfectamente sudados, empolvada la ropa de los domingos y días de guardar, los zapatos de charol raídos de dar punterazos, acudíamos prestos a que el P. Gregorio Buena, ogro en apariencia y bondad personificada, nos asustara con castigos inauditos si no éramos capaces de leer, con el ritmo que se debía, las semicorcheas en el pentagrama. Música y deportes en el mismo santiamén por causa del archiconocido “mens sana in corpore sano”. Como otras asignaturas que ahora se consideran prehistóricas, las cuales, sin duda, conformaban un “corpus academicum”, al que debemos más de lo que creemos: Trabajos Manuales y Normas de Urbanidad, entre otras. Esta última, incluso disponía de un exiguo manual. Pero a través de él, dejamos en el pretérito nuestras loables costumbres campesinas, como desenvainar la navaja para despedazar la sarta de chorizos, y adquirimos los hábitos de la ennoblecida burguesía: como seccionar un filete, sin aposentar los codos en la mesa, mediante utensilios tan sofisticados como un cuchillo de sierra y un tenedor.

El paso de primero a segundo y después a tercero, no hizo sino elevar las cotas de popularidad de nuestros compañeros deportistas más premiados. Ahora participaban en competiciones de más categoría. Una cosa era ganar, con el equipo de alevines, el torneo de balonmano vallisoletano contra la Safa y otra bien distinta derrotar en campo a través a los representantes de toda Castilla la Vieja por los caminos embarrados de Peñafiel. El resto seguíamos sobreviviendo, deportivamente hablando, en la mediocridad de los equipos en muchedumbre. Incapaces de ponernos a la cabeza del pelotón que daba cuatro vueltas al campo de fútbol, gimiendo de frío y con las manos supurando sabañones, nos contentábamos con aplaudir a nuestros compañeros cuando regresaban con copas y medallas y con divisar a los lejos, sobre la televisión encendida en medio del distante escenario del salón de actos, como el Murcia empataba con el Español en casa. ”Peligro en La Condomina”, gritaba el locutor a la vez que el P. Prefecto observaba las filas de butacas para que los mayores no se mezclaran con los pequeños, por temor a oscuras perversiones. También para que todo el mundo asistiera en silencio. Sí, los partidos se percibían en un diminuto televisor y en sacrosanto silencio. Como si estuviéramos en la capilla, arrodillados ante el Santísimo.

Por alguna extraña circunstancia enterrada tiempo ha en la oscura memoria del pasado, alguien me inició en el tenis. Ni de lejos era tan popular como lo es ahora. De hecho, era muy elitista. Había una sola cancha, en el ala este del pabellón de los padres, cercana a la enfermería. Estaba en aquel rincón semiescondido, porque jugar allí era privilegio exclusivo de ellos. Con doce o trece años me encuentro jugando en la pista que, salvo por la red en estado regular, estaba bien acondicionada. Algunas veces jugaba con compañeros. Disponíamos de dos raquetas de madera, una de ellas con el marco bien roto. Así que al golpear la pelota, pese a nuestras leves fuerzas, el cordaje y todo el marco se inclinaban hacia atrás. Para aminorar las dificultades nos limitábamos a pelotear dentro de los cuadros del servicio. Cuando ocasionalmente jugaba con el P. Félix Rodríguez, prefecto de disciplina de mayores y buen aficionado, obviamente, siempre me tocaba la raqueta rota, con el agravante de jugar en toda la pista. Así pues, ante mi inutilidad para el regate en corto -aunque alguien tiene la amabilidad, muchos años después, de consolarme diciendo que tiraba bien los penaltis- comencé a presumir de jugador en un deporte de élite. De repente había pasado de correr en medio de la polvorienta algarada de un campo de gravilla a ser dueño de mi propio destino con el “drive”. De perseguir, sin mucho éxito, el balón de plástico en la era del pueblo, a discernir en que esquina ponía la pelotita amarilla con mi raqueta Wilson, destartalada, pero raqueta al fin y al cabo.

Desgraciadamente para mí, el tenis no estaba homologado en las prácticas atléticas para acabar el curso. Villar Palasí acababa de finiquitar la reválida de cuarto. Con un expediente rebosante de sobresalientes, salvo un notable en latín, no me quedaba otra cosa que hacer una voltereta, medianamente creíble, sobre el plinton para que el P. Pablo Sánchez-Fuentes tuviera a bien otorgarme su beneplácito con un suficiente. Ya me veía camino de Ávila y el limitado, pero atractivo, desencadenamiento, que según nuestros predecesores significaba la Residencia Santo Tomás. Pero a lo que se vió, mi cerviz era dura de plegar. Y aquel a quien conocíamos bajo el apodo de “Chopo”, por su adusta apariencia y estatura, en lugar de suspenderme en las matemáticas, donde leer para creer, pese a lo obtuso que era en la materia, había obtenido (¿milagro de la Providencia o gobierno del azar?) un milagroso sobresaliente, me trituró con un insuficiente en gimnasia. Mal esté decirlo, pero como era el primero de mi corta vida académica, el trauma infligido fue descomunal. Ya me veía yo todo el verano, usando las gavillas de centeno, obviamente en el pueblo no había instrumentos tan sofisticados de tortura, a modo del dichoso plinton para que en septiembre me permitieran acudir a la ciudad amurallada.

Me sonrió la fortuna. El P. Félix Salvador, mentor, vecino y paisano, que en gloria esté, al enterarse de tal desmesura y para mí, de tamaña injusticia, acudió presto a la salvación de mi vocación pre vocacional. Yo, acongojado, no dejaba de lloriquear mientras me daba ánimos –“seguro que es un error de transcripción”, me decía- a la sombra de los sauces del río, como en Babilonia. Él intuía de que de no ir a Ávila finalizaría de sopetón mi reducida andadura escolar. Yo convencido de que la sementera me atraparía en un abrir y cerrar de ojos. Tuvo la amabilidad de interceder por mí ante no sé qué autoridades, posiblemente ante el mismísimo “Chopo”. A los pocos días, una misiva -que guardo como oro en paño- del P. Felipe Pérez, mi tutor y profesor de física y química, anunciaba que todo el sobresalto era una sinrazón. Sin explicitarlo, venía a decir que la Religión, Latín, Lengua Española, Historia, Matemáticas, su Física y Química, Idioma, y hasta la mismísima Formación del Espíritu Nacional no tenían ni punto de comparación con doblar el pescuezo encima de un trapecio acolchado en su parte superior. Suficiente, pues.

Revolviendo libros de texto de la época y otros más recientes, aunque en similar desuso, me encuentro con la bienaventurada carta del P. Felipe, impecablemente tecleada a máquina, con su sello de Franco y todo. Insertada, supongo que a modo de señal, en las páginas de una Biblia, Hechos de los Apóstoles, capítulo catorce, versículos 1 al 14. Será una premonición del pasado, se trata del pasaje sobre el que versaba mi tesis neotestamentaria en Jerusalén. Inacabada, por siempre, como la voltereta en el plinton.

Sunday, September 12, 2010

Hechos de los Apóstoles y el plinton (1 de 2)

Las porterías son de verdad, las primeras que yo veo como las que salen en la tele en blanco y negro, en la casa del molinero del pueblo. Un hijo emigró a Alemania, la televisión debe ser parte de la pequeña fortuna que consiguió. O quizá todas las ganancias fueron invertidas en la Telefunken, convertida en la envidia de todos los paisanos en veinte kilómetros a la redonda. Los jugadores corren de un lado a otro de una nebulosa blancuzca, tan deficiente es la recepción,en medio de la cual, más por sus ademanes que por los dorsales, se puede adivinar a Amancio y Gento corriendo hacia el córner. En la parte inferior de la casa se oye el runruneo del agua del cuérnago discurriendo entre las gigantescas ruedas del molino, ahora detenidas en honor al Real Madrid. Empate hasta el minuto 76, momento en que el Madrid mete gol de la victoria y el señor Honorino se encarama encima de la mesa del comedor y, hombre religioso donde los haya, de misa y comunión diaria, grita ¡Viva Jesucristo!. Como si el Señor se hubiera transformado en Serena. La sexta, mayo de 1966, está en manos de la quinta “ye—yé”.

Tubos de hierro bien redondos y soldados al larguero, no es necesario señalar los postes con jerséis o camisetas. Esto rebaja la intensidad de las disputas sobre si el balón ha traspasado o no la línea de meta según dicta el reglamento que algunos listillos dicen saber de carrerilla. El campo, eso sí, padece de cierto exceso de piedrecitas, incluso algún guijarro no pequeño, a diferencia del césped de las eras del pueblo en mejor estado, producto de las trillas veraniegas y las ovejas que suelen mordisquear la otoñada de los escasos granos abandonados que han germinado como consecuencia de las primeras lluvias de septiembre. Además, el balón es de auténtico cuero, no de plástico como el de la escuela de la aldea que alguien ha conseguido a través de la tenaz paciencia de su madre completando el álbum de las figuras de la Liga con los cromos que vienen en los paquetes de detergente Wilco.

Algunos compañeros hábiles con la lezna y el cáñamo tienen que remendarlo con cierta frecuencia. Pero lo cierto es que rueda y rueda entre las líneas del campo de tierra, aquí marcadas con cal seca y no paja molida. Detrás de él una veintena de chavales de 11 años, salvo los guardametas, corren sin ninguna táctica, pero con un entusiasmo desbordante, con el único propósito de propinarle una patada, lo más fuerte posible, hacía adelante. No es rugby pero como si lo fuera. De lo que se trata es de acercarse a la portería contraria, vía el empuje colectivo. No es fácil avanzar en medio de la maraña de atacantes y defensores, todos arremolinados en torno a la pelota.

Hay especialistas, no obstante, que son capaces de hacerlo corriendo la banda, tras una carrera en estampida, mientras los menos veloces, por edad o por rechonchez, miramos con estupor como el equipo contrario se adelanta en el marcador 11-10. Son los “chupones”, egoístas que se pueden permitir el lujo de regatear en un palmo de terreno, por habilidad y rapidez. Son buenos, realmente buenos. En cada clase, hay media docena de ellos. Sin duda ninguna, un par de los mejores en esa media docena, si entonces hubiera habido escuelas de fútbol, no habrían tenido dificultades para destacar y proseguir una carrera profesional. Desgraciadamente, a muchos de ellos, no por “chupones”, sino por motivos académicos y comportamiento, la alegría del desborde por los laterales les duró hasta que el P.Prefecto les dijo en las vacaciones de Navidades o Semana Santa que se llevaran la manta a casa.

Signo ominoso de la vuelta a la reja y al barbecho. Cuando ibas a salir para la estación de Campogrande te comunicaban, mientras plañían desconsoladamente, que en la maleta, con las mudas, doblaran también la manta. Uno de los pocos y más preciados bienes de que disponíamos en los crudos inviernos, niebla perenne en el Pisuerga, el que lleva la fama pero no el agua. Seguro que alguno de ellos, en lugar del retiro más o menos dorado del que disfrutan muchos futbolistas de entonces (comentaristas, críticos, rentas de antaño), sobreviven gracias a las subvenciones PAC de la Unión Europea, jugando al mus todas las tardes en el bar del pueblo que les vió nacer y volver desde el internado de la Virgen del Rosario.

Los “chupones” eran una especie que gozaba de ciertos privilegios. Los profesores tenían un cierto miramiento por ellos y, ocasionalmente, algunas faltas de conducta eran sobreseídas por mor de la excelencia deportiva. Si además eras rubio, había pocos, las carantoñas rondaban una sospechosa sobreabundancia. En general, los que eran buenos en una actividad deportiva, lo solían ser en todas las demás. Cierto, tenían que entrenarse los sábados por la mañana, sacrificarse corriendo por los arenosos pinares antes de las citas deportivas. A cambio tenían el privilegio de desplazarse por toda la provincia, dondequiera que se celebrase un cross (campo a través, lo llamábamos entonces), una manifestación atlética del Frente de Juventudes o un campeonato de fútbol de la OJE. Los campeones en tierras pucelanas incluso se desplazaban a las regiones vecinas para las competiciones interprovinciales. Para los que no íbamos a casa de vacaciones ni en Semana Santa, pese a que estábamos a 130 kilómetros del pueblecito, aquellas expediciones deportivas generaban una insoportable envidia.

Sana, en general, supongo. Porque admirábamos a los velocistas capaces de hacer los 80 metros en 10 segundos o a los saltadores de pértiga que volaban, con su inmaculada camiseta DAR, por encima de la barra de los 3,15. A falta de que alcanzaran la fama los jugadores de la selección de Brasil (México,1970), que el Real Madrid conquistara la séptima (faltarían muchos años), nuestros colegas deportistas eran nuestros héroes del pupitre vecino. Debido a las cualidades físicas de algunos de nosotros, fueran producto de la genética o de no haber corrido en demasía al lado de los perros, durante la temporada de caza en el pueblo, nos dábamos por satisfechos con conformar la plebe, categoría rasa, que se desmelenaba en los recreos detrás del balón redondo. Allá, en el campo de arriba, el más cercano al pinar y a los cipreses de la piscina. Pinos y arbustos formaban una barrera tan invisible como infranqueable para los menos dotados por la naturaleza.(Continuará)