Saturday, May 7, 2016

ARQUEOLOGÍA DEL ARADO

Cuando quince años más tarde, en Jericó, oí hablar de una tal Kathleen Mary Kenyon y cómo, mediante rigurosos análisis estratigráficos, había podido demostrar y datar la destrucción, lustro arriba, lustro abajo, fuego incluido, de las murallas de Jericó por Josué, no pude sino recordar con melancolía nuestros primeros pasos en la iniciación arqueológica por los barbechos recién binados de Ocaña de la mano de nuestro inolvidable Maestro de Novicios, P. Jesús Santos, popularmente conocido con el apodo de “La Mula”, mote que era, aunque parezca mentira, cariñoso.

Lejos de los principios metodológicos más primarios, del cuadrillado del terreno y el puntilloso ejercicio de anotar en la libreta de a bordo cada posición exacta de los objetos encontrados, todos nuestros fundamentos metodológicos se limitaban a elegir los días de búsqueda, que en muchas ocasiones coincidían con una jornada de asueto completo, bajo dos parámetros estrictamente ineludibles: que fuera el día siguiente a uno lluvioso y que algún tractor estuviera arando en la meseta manchega.

¿Motivos? Tan sencillos como evidentes: el tractor, al remover los rastrojos, sacaba a la superficie los supuestos utensilios prehistóricos, por lo que bastaban los rayos de sol para que resplandecieran, de ahí lo de la lluvia, con lo que nuestra agudeza visual se incrementaba al ciento por uno. Como en las parábolas evangélicas donde se multiplica la generosidad del varón bondadoso o la eficiencia del hombre aplicado a sus talentos, para nosotros la lluvia y el arado eran complementos inseparables para incrementar el acervo de nuestras perquisiciones que, casi infaliblemente, se veían recompensados con hallazgos de hachas y puntas de flechas, supuestamente pulidas miles de años ha.

Es cierto que no todos creíamos a pies juntillas lo que el P. Maestro nos decía, al menos en aquellos aspectos más mundanos sobre los, según denominación popular nuestra, pedruscos pulimentados. Una cosa es que tuviéramos fe ciega cuando nos instruía en los logros misioneros de Santa Teresita del Niño Jesús que desde Lisieux, en la remota Normandía, convertía infieles africanos, y otra, que recoger un canto redondeado en la veta que dejaba la reja de un arado nos transportara por arte de magia al neolítico. Digamos que en el grupo de devotos novicios había una cierta corriente escéptica, cuando no de cierto cachondeo, sobre los logros científicos del P. Santos, lo que no menoscababa, en lo más mínimo, su guía y preeminencia espiritual sobre nosotros.

Al grupo de almas dubitativas se contraponía el grupo de los infatigables creyentes en las bondades arqueológicas de los hallazgos. La carencia de cualesquiera principios metodológicos se compensaba con un notable entusiasmo por parte de bastantes. En cada curso que había pasado por allí, aparte de algunos arqueólogos aficionados más hábiles en el avistamiento de los supuestos utensilios prehistóricos, siempre había uno o dos novicios que destacaban por sus cualidades artísticas y a quienes el P. Maestro les adoctrinaba durante horas enteras en el diseño a plumilla de flechas y hachas: de canto, perfil, alzado, vuelta del otro canto. Aún sin la mínima formación arqueológica, eran dignos de todo elogio la paciencia y dedicación a esta tarea (mejor eso que cuidar de los conejos y los gladiolos del jardín, pensarán algunos) por parte de algunos camaradas, auténticos artistas en ciernes. Mientras ellos se aplicaban a tan minuciosa tarea, otros aprovechábamos para escuchar la radionovela, con el volumen bajo mínimos, a fin de no delatar nuestra excursión radiofónica al siglo ante nuestro guía espiritual e iniciador arqueológico. So pena de amenazantes castigos.

En nuestra hornada, la tarea de dibujante fue asignada inicialmente a Miguel Ángel, pero tras la corta estancia e inesperada salida de nuestro, hasta entonces, connovicio, el trabajo fue heredado por el P. Santiago Sáiz. Seguro que algún armario o archivo conserva centenares de hojas cuidadosamente ordenadas, repletas de diseños, testimonios del sacrificio de las muchas horas pasadas en ese menester por aquellos elegidos para ejercitar el buen trazo y las sombras que las aristas de hachas y flechas desprendían. Algunos años después, por pura casualidad, durante una visita al Museo de la Santa Cruz, en Toledo, advertí en un semisótano, con los armarios polvorientos, pésimamente mal etiquetadas y abandonadas de la mano de Dios, muchas de aquellas flechas y hachas que con tanto cariño nosotros habíamos recogido por los campos de Ocaña. Aunque yo podría incluirme entre el grupo de los escépticos arriba mencionados, aquella visión me produjo un cierto malestar. Como si todos y cada uno de los esfuerzos avizores de decenas de novicios a través de la meseta manchega hubieran caído en un imperdonable descuido.  Metáfora fácil donde habíamos arrinconado ardorosos ideales y proyectos temerarios de aquel año disfrutado en balde.

Por escasos que fueran nuestros conocimientos arqueológicos, si alguno hubo, lo cierto es que aquellas caminatas por la llanura castellana constituían un soplo de aire fresco, así como de relajación mental y corporal, por contraposición a los inexpugnables muros del convento. Aquellas salidas, en muchos casos los jueves por la tarde, conformaban un entorno de camaradería y amistad inigualables.

Habitábamos en nuestra pequeña burbuja de post adolescentes y el mundo exterior, apenas percibido al atravesar raudos las desoladas calles de la villa del Comendador, era una minucia inexistente cuando no motivo inminente de tentación y, lo que era peor, de atracción irresistible que nos hiciera olvidar nuestra gloriosa cotidianeidad henchida de rezos rituales, meditaciones y lecturas de la Constitución dominicana. Así que escépticos y creyentes seguíamos con la pasión del converso los surcos dejados por los arados con la misma intensidad y devoción que dedicábamos al rezo del rosario. En nuestra burbuja, todo era uno, la devoción y la obligación. Más aún si la devoción se iluminaba con la luz radiante y otoñal de la inmensa llanura.

Dondequiera que ahora se encuentren, auténticas o ficticias, cada hacha, cada punta de flecha esconde una historia, ya absolutamente indescifrable de su constructor milenario, pero también la más reciente del novicio que miles de años después la destapó con manos piadosas y devotas. Acariciar el sílex redondeado, la emoción del descubrimiento, correr a mostrárselo al P. Maestro, recibir su apreciación, dibujarlo sobre una cuartilla de papel, ocultan la historia por siempre inescrutable de cada uno de nosotros, uno a uno, personas únicas e irrepetibles, que en un preciso momento de nuestras vidas, finales de 1973, creíamos haber encontrado nuestra vocación y la perdimos, otros que creíamos haberla perdido y la encontramos, otros  que ni la perdieron, ni la encontraron, otros que…

Afortunadamente, de aquella evanescente y breve felicidad queda la ligera memoria fotográfica. Al menos hasta que el papel en blanco y negro termine por difuminarse. Tras la búsqueda o, quizá en un intermedio de la misma, el almuerzo campero, momento definitivamente gozoso de la jornada, contraste alegre con el silencio adusto del refectorio conventual. El Hermano Manolín tan servicial y generoso como siempre, delantal en ristre, atento a que los novicios se nutran adecuadamente, sirve un licor a Gerardo, el P. Santiago apaña el racimo de uvas con los dientes, todavía conserva el chándal de Arcas Reales, el que esto suscribe desgarbado como de costumbre. Debe ser principios de otoño, y no sólo por las uvas. En el grupo se distingue a Miguel Ángel, Fernando, César, Rafael, Antonio, Dámaso, Gregorio y Manolín, entre otros. El P. Cándido Pérez abarcó con su Leica también a los que ya no comerían el turrón con nosotros.

Ahora la Radial 4 y la Autovía del Sur han creado una enorme llaga de curvas y cemento en la otrora apacible llanura manchega, pero en Google Earth se advierte nítidamente que, hacia el este de la villa, como a la derecha de la carretera a Yepes, un laberinto de vaguadas y cauces secos irrumpen en la monotonía de la llanura. Hasta la mismísima Miss Kenyon afirmaría que esta zona topográfica constituye terreno ideal para asentamientos mesolíticos: agua en los cauces –aunque ahora aparezcan secos-, ligeros promontorios para divisar la caza y a los enemigos, cuevas en las laderas calcáreas para protegerse del frío.


Quizá, después de todo, el P. Santos, en su infinita sabiduría arqueológica, tenía razón, o quizá la cincuentena nos torna menos desconfiados hacia nuestros escepticismos de la primera juventud. Escruto el mapa aéreo buscando las sendas por las que sorteábamos los viñedos, las hoces y los desniveles del terreno se divisan perfectamente, pero ¿cómo identificar la caseta donde estamos tomando el café? Me prometo que algún día evitaré atravesar a 150 por hora el Tajo, Autovía de Valencia, a la altura de Tarancón y tomaré un desvío tranquilo, pausado, colmado de melancolía y nostalgia por las vaguadas de Ocaña. Preferiblemente cualquier día a finales de un septiembre. Un paseo por mis diecisiete años. Cuando encuentre alguna punta de flecha exclamaré a voz en grito, hasta que me oiga Miss Kathleen Mary Kenyon: “Lo importante no es la vida de la estratigrafía, sino la estratigrafía de la vida”. Y al P. Jesús Santos, “La Mula”, dondequiera que esté.

2 comments:

  1. És una evocación muy bella y honda

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  2. Lo releo dos años después y me solazo de nuevo con tu relato, Ignacio

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