Saturday, January 2, 2016

Mens sana en nebula sana

El señor Maurino, nuestro vecino de 75 años, ya ha pasado dos veces por delante la portada. La primera llevaba un azadón para regar sus patatas tempranas de la vega. Ha vuelto de vacío y ahora lleva una carretilla con un saco, quizá de nitrato para abonar, y un bote de conserva envuelto en una media, a modo de sulfatador, para exterminar, supongo, los escarabajos de sus plantas.

Al pasar la primera vez me ha mirado de reojo, con desconfianza y un cierto aire de desdén. Por un momento, he creído que me iba a lanzar una de sus humoradas, pero en el último instante ha preferido acelerar el paso camino del puente. Matar escarabajos es imperativo antes de que el sofocón de mediodía aje sus tubérculos. La calorina aprieta a finales de julio en las extremidades de la meseta castellana. Permanezco bien guarecido a la sombra, en la vieja portada, mientras me aplico a mi tarea con renovado ardor.

Por la mañana he cortado, encaramado en un salce de la orilla del río, un poste, una vara como dicen en el pueblo, de unos dos metros de altura. Tiene algunos nudos y alguna leve curvatura, pero enhiesta aparece medianamente derecha. Cuando el señor Maurino pasa por segunda vez estoy enfrascado en una tarea algo más complicada. He desarmado, a golpes de martillo, una caja de mandarinas “El Pillín” (Cieza, Murcia) y, con no pocas fatigas, he conseguido ensamblar con sus tablillas un cuadrado más o menos de medio metro de ancho y otro tanto de largo. He clavado en la parte trasera otras dos en sentido longitudinal lo que refuerza su solidez, aunque, finalmente, la superficie no queda todo lo plana que a mí me hubiera gustado.

El señor Maurino -que pasa por ser uno de los expertos del pueblecito, en todo lo que se tercie, desde si la avena tardía hay –o no- que sembrarla a primeros de abril o a últimos de mes, hasta como deben repicar los monaguillos las campanas antes de las misas de difuntos- me ha observado durante un par de minutos. Aparentemente mis habilidades de ebanista aficionado, escasas por lo demás, no sólo no le han convencido, sino que han terminado por intrigarle del todo. Sin decir nada, se sienta en la peña que sirve de banco en los atardeceres, asentada enfrente de la portada, mientras observa mis tejemanejes concienzudamente. El sol de media mañana comienza a hacer estragos en las gallinas que buscan reparo debajo del carro de las vacas. El señor Maurino se cala la boina, la ladea hacia la parte que más le da el sol, hasta el punto de cubrirse sólo media cabeza, pero así protege la totalidad de su curtido rostro, producto de resecos estíos y gélidas sementeras. Tras diez minutos de minuciosa observación y ante la imposibilidad de recrear en su mente la finalidad del artilugio que estoy modelando, termina por exclamar, con rotundidad, a medio camino entre la pregunta y la interjección: “¡Qué putas mierdas no os enseñarán los jodidos frailes!”

Los jodidos frailes, percibo un ligero matiz sardónico en su entonación, son muy conocidos en el pueblo ya que no hay menos de cinco de la misma orden, la dominicana, en el ejercicio de sus funciones. Además, el señor Maurino, que ha tenido un hijo hasta hace poco en su internado, les conoce bien. En realidad, sus salidas de tono son consustanciales a su manera de hablar, no hay nada ofensivo en su lenguaje.

Es católico devoto, jura sólo en casos extremos y suele llevar la cruz procesional el día del santo patrono. Como toda la gente del pueblo, se muestra hacia ellos, hacia los jodidos frailes, extremadamente respetuoso y considerado. Así, cuando el P. Félix, el P. Emiliano y el P. Agapio, tres hermanos misioneros repartidos por el mundo, aparecen en las vacaciones veraniegas, siempre les saluda condescendientemente, besándoles la mano que se le ofrece, como hace con el obispo, precedido de una ligera inclinación de cabeza y, naturalmente, retirando la boina.

Todo ello forma parte de un ritual obsequioso, lindando con la lisonja, hacia el aura que, supuestamente, les envuelve, en gran parte admiración por haber podido escapar de la reja del arado con sus correspondientes sementeras. Más, si cabe, porque el P. Agapio es quinto suyo y ahora predica en la lejana Manila. Y ¡cómo no!, porque a finales de los sesenta, el dar la misa, como los parroquianos suelen decir, es harina de otro costal. Un costal intangible e intocable al que se le debe, nunca mejor dicho, un sagrado acatamiento. Tengo casi trece años y yo pretendo, de la mano de esos jodidos frailes, escapar también de los barbechos baldíos y de la recogida de remolacha azucarera a diez grados bajo cero. Cierto que con esa edad yo no soy plenamente consciente, aunque algo intuyo, mayormente por la insistencia de mi madre, de que no aprobar tercero equivaldrá a volver para arrear las vacas camino de los pastos del monte, cuando las hojas de los robles estén todavía muertas. Así que mejor aplicarse. Por el momento, a mediados del verano de 1969 -antes de ayer contemplé boquiabierto sobre la pantalla en blanco y negro como un americano caminaba sobre la superficie de la luna- acabo de recibir las notas del internado. Segundo de bachillerato ya es historia. Notable, salvo en Formación Manual y Educación Física: Suficiente.

Finalmente, el señor Maurino se rinde ante la incomprensión de mis apaños con las tablas, clavos y martillo. Estoy a punto de cumplir 13 años, pero los juramentos y exabruptos de mis paisanos no me llaman la atención. Son moneda corriente cuando la vaca suelta una coz al iniciar el ordeño o cuando el cerdo en la matanza no deja de chillar pese a que, del cuchillo, clavado en su papo, apenas se percibe el mango. “¿Pero que hostias estás enredando?”. Si acaso me sorprendo por el uso del vocablo enredar, en la aldea usado como sinónimo de idear, maquinar. Supongo que es consecuencia de ver los primeros telediarios de TVE en blanco y negro. Intento recordar si Jesús Hermida usó durante la retransmisión del alunizaje la palabra maquinar. No me suena.

La pregunta del señor Maurino me llega en el momento más delicado de mi tarea. Con unas tenazas he conseguido hacer una aproximación a un círculo usando el asa de un cubo de latón que mi madre ha desechado porque ni los quinquilleros han podido reparar el fondo adecuadamente. Ni siquiera sirve para transportar la avena gruesa con que alimentamos a los polluelos en el corral. El problema consiste en conseguir que la circunferencia de latón, perpendicular a la tabla, se fije sobre ella. Dos clavos retorcidos en torno al precario aro lo ajustan sobre el tablero, pero sé que, al primer golpe del balón, el aro se desencajará y meter la pelota dentro, con él semipegado contra la tabla resultará imposible. “Una canasta de baloncesto, señor Maurino”. Que el señor Maurino me haya descentrado de mi cometido imposible (Suficiente raspado en Trabajos Manuales) no significa que evite dirigirme a él con el deferente apelativo de señor. Aunque sé, de ahí mi trabajo en esforzado silencio, que enhebrar la conversación, por sucinta que ésta sea, es darle pie para que empiece a ofrecerme lecciones interminables sobre lo que me traigo entre manos. Aunque sea la primera vez en su vida que observa un artefacto semejante. No tiene ni idea de lo que es una canasta de baloncesto. Como mucho ha visto porterías de fútbol que los mozos del pueblo han erigido en un descampado de las eras, al otro lado de la carretera, por el simple procedimiento de cortar dos árboles de la chopera. Pero ellos no se han enfrentado a la dificultad de colocar un aro.

Sin embargo, para el señor Maurino, tan didáctico como charlatán, esto no representa ningún problema. El caso es disertar a cualquier precio. Peor aún. Para mí ya disminuida autoestima de carpintero, me arrebata el martillo de las manos y a la vez que intenta engarzar otro par de puntas más largas entre el aro y la tabla de las mandarinas exclama: “Pero, ¿qué coño te enseñan los jodidos frailes?”. Para él, lo de jodidos debe ser un adjetivo indivisible con el sintagma nominativo de frailes. Lo de “coño”, termina por parecerme un epíteto demasiado suave para sus habituales imprecaciones.

El machacar la cabeza de las puntas debe haber templado su ánimo, hasta el punto que se ha percatado repentinamente de mi rigurosa educación religiosa porque, disimuladamente, se persigna al acabar su faena. Satisfecho de su breve, por lo demás inútil enseñanza, puesto que la sustentación del aro, me temo, no ha mejorado ni una pizca, se despide con un lacónico y condensado: “¡Aprende, cojones, chaval, ¡cómo se hacen las cosas!”, mientras toma, de nuevo, la senda hacia la cañada.

Mi canasta es precaria, mi pelota de baloncesto es una de fútbol medio deshinchada, pero al menos tengo las herramientas para emular al inimitable Emiliano en el Torneo de Navidad del Real Madrid. Atravieso el pueblo con mi frágil armatoste deportivo a las espaldas: poste, tablero y aro que, amenazadoramente, vibra con cada paso que doy. Como si de un momento a otro se fuera a desplomar. Las artes carpinteras del señor Maurino, como me temía, son bastante inferiores a la rotundidad de su parla. Mal que bien, llego con el artilugio al antiguo campo de fútbol de las escuelas. Era el terreno de juego donde, en las tardes somnolientas de principios de junio, saltábamos por la ventana y, ni cortos ni perezosos, organizábamos a gritos los equipos, disputando, mientras nuestro maestro dormitaba encima de su mesa, interminables partidos. El campo está delimitado por el alféizar de canto rodado de un antiguo corral cuyas paredes han desaparecido hace tiempo. De los postes sólo queda el hoyo semienterrado.

Extraigo un poco de tierra, introduzco mi poste y con unas piedras ajusto su base lo mejor que puedo, aunque su firmeza deja mucho que desear. Cada vez que el balón golpea el tablero se tambalea como los juncos del río en las tardes de cierzo. De un montón de paja, hallado en una era vecina, marco el oval de la zona de personales. Puedo sentirme orgulloso. Soy el único jugador de baloncesto en 140 kilómetros a la redonda. Poco me importa que haya llegado el mediodía y los olmos que delimitan las riberas del río se agostan bajo la desabrida canícula. Yo lanzo una y otra vez la pelota, me sitúo de espaldas al aro y practico los ganchos que he visto hacer con pasmosa facilidad a Luyk. El poste es demasiado alto y a duras penas consigo alcanzar la pelota con el aro. Afortunadamente la pelota, demasiado fofa, no le golpea con dureza, así que, milagrosamente, la canasta resiste mi larga sesión de entrenamiento.

Mi padre, que por casualidad pasa con el motor de riego camino de la huerta de La Rinconada, también se sorprende al verme usar una pelota de fútbol, no en una portería, sino en el aro del antiguo caldero. Menos expresivo y menos dado a las excentricidades lingüísticas que el bueno del señor Maurino, se limita a comentar: “¿Dónde has discurrido todo eso? Venga, arrea p’a casa a por la manguera”. Así acaba mi primer día de práctica baloncestística en solitario, al que siguen un par de días más, hasta que el aro cede, las tablas se desclavan y el poste termina por desplomarse.

Al menos, o eso creía yo, ya estaba casi preparado para que en la próxima temporada del equipo DAR de baloncesto no chupara tanto banquillo. Durante todo el curso pasado me habían incluido en la plantilla, mayormente por mi altura y no tanto por mis cualidades encestadoras. Aunque yo me había negado a reconocerlo. Había jugado escasos minutos, los de la vergüenza, casi siempre cuando íbamos ganando por 15 o 20 puntos de diferencia a los de Cristo Rey. La canasta era un plato de segundo gusto. A mí lo que realmente me hubiera apetecido hubiera sido formar parte del equipo de fútbol. Desgraciadamente para mí, otros camaradas, que, si hubieran persistido seguro que se habrían convertido en profesionales destacados, estaban mucho más dotados que yo para el regate. 

Mientras me había entrenado en solitario, habían revenido las imágenes traumáticas de la final del campeonato vallisoletano, unos tres meses antes, en la que apenas había participado. Envueltos en la espesa neblina de un final de abril pucelano, no me habían concedido la gracia de despojarme de mi espléndido chándal azul con sus impecables hombreras blancas. La inmaculada camiseta blanca con la inscripción DAR (Dominicos Arcas Reales) no rezumó ni una sola gota de sudor preadolescente en aquella proeza infantil.


Mis compañeros, sobre un rugoso campo de arcilla empapado por la niebla, que apenas dejaba ver la canasta contraria desde el medio campo, me proclamaron campeón alevín de Valladolid, sin que yo tocara ni una sola vez la bola. Contra el, hasta entonces, invencible equipo de la SAFA. Ni un solo segundo pude disfrutar de aquella victoria heroica. Desde aquel día comencé a detestar tanto la niebla como las matemáticas. Cierto, nada tiene que ver el fenómeno meteorológico con las ciencias exactas. Pero en mi memoria infantil quedo grabado para siempre, de manera traumática, que el entrenador, además de ser mi profesor de matemáticas, no me concedió la mínima oportunidad para convertirme en héroe deportivo del victorioso Club DAR. No pude disfrutar ni un solo minuto de gloria al amparo de la espesa niebla del Pisuerga.

1 comment:

  1. Magnífica descripción de una vocación frustrada y de cómo cosas ajenas condicionan nuestro futura orientación profesional.

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