El P. Niceto Blázquez en su celda de S. Pedro Mártir (Madrid) |
La llegada al colegio
de La Mejorada tuvo lugar en una tarde de septiembre de 1950. Me llevó mi
padre, con el cual yo me sentía siempre protegido contra todos los males. A
pesar de mi niñez hablaba conmigo de las cosas como si yo fuera una persona
mayor, lo cual era para mí motivo de orgullo e invitación constante a la
responsabilidad. El trayecto desde Hoyocasero a Ávila lo hicimos en autobús y de
Ávila a Medina del Campo, en tren. Por cierto, era la primera vez que yo
viajaba en tren ya que hasta entonces no sólo había viajado a Ávila desde
Hoyocasero.
Allí, si mal no recuerdo, nos fue alguien a recoger para llevarnos
directamente al colegio de La Mejorada, situado a pocos kilómetros de Olmedo y
a donde había que acceder por un camino polvoriento entre viñedos. Al llegar a
la puerta principal me alegró mucho ver el frontón de pelota aunque no tan bien
acondicionado como el de mi padre en Hoyocasero, donde a mi corta edad era yo
todo un líder en ese deporte. Lo primero que hicimos fue saludar al P. Román
Azcoaga, el cual era un venerable fraile dominico del que en mi casa sólo se
habían oído decir palabras laudatorias y él mismo nos presentó al Rector del
colegio. Este primer encuentro con el Rector fue meramente protocolario y
expeditivo de suerte que a los pocos minutos perdí de vista a mi padre. En
aquel momento me sentí como perdido entre una “muchachería” sin nombre. Fue una
separación muy brusca de mi padre pero yo sentí el deber de ser consecuente con
la decisión que había tomado de iniciar una vida nueva radicalmente distinta de
la que había llevado hasta aquel momento.
Yo había puesto en juego mi propio
futuro y había que perder el miedo. Algunos de aquellos muchachos que empecé a
tratar terminaban de llegar como yo y otros eran veteranos del año anterior. En
el colegio sólo se impartían los dos primeros cursos académicos del
Bachillerato. Recuerdo que inmediatamente nos llevaron al comedor para tomar la
merienda y, de repente, cuando yo conversaba animadamente con el compañero de
al lado, que también terminaba de llegar, presentándonos y comentando el viaje,
se oyó una voz potente gritando: ¡Silencio! Era el fraile responsable de la
disciplina en aquel momento el cual nos conminaba a tomar la merienda sin
hablar unos con otros. Esta fue la primera sorpresa desagradable. ¿Será malo
hablar con el compañero de al lado mientras merendamos?, pensé yo, y todo
parecía indicar que sí. Los veteranos nos informaron después de que en el
comedor había que guardar silencio y escuchar una lectura durante el almuerzo y
la cena. No me pareció mal en absoluto que se escucharan interesantes lecturas
en aquel lugar para lo cual, obviamente, había que guardar silencio.
Lo que no
cabía en mi cabeza es que no me hubieran informado previamente de esta
costumbre viéndome obligado a oír un reproche innecesario cuando yo lo único
que estaba haciendo era saludar y darme a conocer como persona bien educada al
compañero que tenía a mi lado. Las sorpresas fueron en aumento y algunas de
ellas bastante desagradables quedaron grabadas en mi memoria. Por ejemplo.
Llegó la noche y con ello la hora de dormir. Pero ¿dónde? Yo había dejado mis
pertenencias en un salón inmenso con dos filas de camas. ¿Será aquí?, pensaba
yo. Allí era, efectivamente, y ésta fue otra sorpresa desagradable para mí,
recién llegado al colegio. Yo me sentí indefenso al tener que aceptar que
aspectos esenciales de mi vida privada quedaran a la vista de los curiosos y
tuve la impresión de que me robaran la intimidad al perder aquel trato personal
y confidencial al que yo estaba acostumbrado. Digamos que me sentí
despersonalizado y masificado como un objeto cualquiera. Yo entendía, por
ejemplo, que el dormir y la higiene personal son aspectos de la vida íntima de
una persona que en el dormitorio común son fatalmente violados. En La Mejorada
cursé los dos primeros cursos de bachillerato: 1950/1951 y 1951/1952. Mi padre
volvió por Navidad para conocer mi situación y mi alegría fue inmensa al verle
después de tres meses de ausencia. Pero no le hablé de mis desilusiones pues yo
no quería bajo ningún concepto que él regresara a casa insatisfecho pensando
que se había equivocado llevándome allí. Yo entendía sin dificultad que había
que dejar pasar el tiempo hasta ver cómo evolucionaba la situación.
Un hermano
mío me había dado este consejo: si ves malas y no buenas, te vienes a casa y
asunto terminado. Como balance global de mi paso por el colegio de La Mejorada
cabe decir lo siguiente. No encontré el trato personal que yo necesitaba y me
sentí tratado como un objeto perdido en una masa bulliciosa de muchachos que
buscaban hacer deporte y divertirse inocentemente. Yo necesitaba algo más y no lo
encontraba tampoco en la docencia de las aulas ni en las relaciones con las
autoridades educativas del colegio. En algún momento no descarté la idea de
tirar la tolla y volver a casa con mis padres siguiendo el consejo de mi
hermano Mariano. Pero había un anciano misionero que del Extremo Oriente
discapacitado y fue para mí un referente admirable. Se llamaba Eugenio González
y la enfermedad había convertido su cuerpo en un montón de ruinas, pese a lo
cual, su cabeza y su corazón eran admirables. Era el párroco de Calabazas y
hacía el camino desde el colegio al pequeño pueblo arrastrándose por los
pinares y cruzando el río Adaja con serio peligro de caer al agua.
Cuando los
estudiantes estábamos por los campos de deporte y le veíamos asomar de vuelta a
casa, algunos salíamos a su encuentro y nos sentábamos a su alrededor en el
suelo bajo la copa de un pino. Luego cargaba la pipa de tabaco, nos hablaba de
las misiones en Vietnam y respondía a nuestras preguntas. Cuando considerábamos
que el tiempo no daba más de sí, le ayudábamos a levantarse del suelo y
continuaba su viaje de vuelta a casa arrastrando una pierna por el polvoriento
camino sosteniendo a duras penas la pipa. Era un espectáculo de debilidad y
grandeza humana al mismo tiempo. Este hombre, aparentemente inútil, fue mi
verdadero maestro durante los dos años académicos que estuve en La Mejorada. De
él recibí el trato personal y comprensivo que yo necesitaba cuando me sentía
perdido en una masa de muchachos colectivizados y sometidos a un sistema de
educación masiva.
--------------
* Por cortesía del autor, adelantamos el capítulo 2 de "Así fue mi vida", editado para este blog en tres partes. ASÍ FUE MI VIDA. Recuerdos y pensamientos. Tomo I.
Niceto Blázquez, O.P.
© 2015 Editorial: Liber Factory. Está prevista su publicación en unas semanas
No comments:
Post a Comment